He recibido este correo de mi camarada Floren Dimas y lo publico en este republicano blog, sin enmendar ni una sola
coma.
Gracias amigo Floren
coma.
Gracias amigo Floren
Buenas
noches.
A mi
abuelo Ginés lo fusilaron los fascistas por ser maestro. Ya sé que lo sabes.
Y
como a él, Franco y sus franquistas, marcaron ese cruel destino a miles de
maestros y profesores, acabando así como los prinicipales protagonistas que
aquella ilusión republicana, de conseguir la libertad por la vía de la cultura.
Ahora
he leído esto que te mando más abajo, y he podido sentir en mi corazón un
sobrecogimiento al leer este martículo de Antonio Muñoz Molina. ¡Cuanta
sabiduría en sus palabras!. ¡Que desgracia! tener una izquierda parlamentaria y
unos sindicatos parasitarios de las subvenciones públicas, que traicionaron
aquellos nobles principios, aquella esperanza, ahogada en sangre y perdida para
el conocimiento social por décadas de cemento entontecedor.
No sé
si compartirás conmigo las mismas emociones al leerlo.
Floren
Dimas
En España algo que nunca ha faltado son
los defensores de la ignorancia. Tradicionalmente, solían pertenecer a los
gremios más reaccionarios, y por lo tanto más interesados en la sumisión
analfabeta de las mayorías. Nada como la ignorancia para asegurar la fe en los
milagros y la reverencia hacia los terratenientes, y para asegurarles a estos
las masas de jornaleros dispuestos a trabajar a cambio de salarios de limosna
en sus latifundios, y en caso necesario a dejarse poner uniformes y a servir de
carne de cañón en las guerras, marcando el paso en los desfiles ante el
Santísimo y la bandera a los sones de un pasodoble patriótico. Predicadores de
los catecismos socialistas utópicos del siglo XIX alentaban con una misma
elocuencia las cooperativas obreras y la instrucción pública, y las primeras
mujeres rebeldes que reclamaban la igualdad con valentía inaudita celebraban el
aprendizaje y el conocimiento como herramientas necesarias para conseguirla.
Los socialistas y los anarquistas
competían fieramente y a veces violentamente entre sí, e imaginaban paraísos
obreros incompatibles, pero tenían en común una pasión idéntica por la
educación. El saber mejoraba y liberaba; la ignorancia embrutecía. La reacción
levantaba iglesias, cuarteles, conventos, plazas de toros; ser progresista
—noble palabra liberal que en nuestra juventud quedó encogida y amputada y
caricaturizada en el término “progre”— significaba, prioritariamente, levantar
escuelas e institutos de enseñanza media desde los cuales irradiara el
entusiasmo del conocimiento, la eficacia práctica y cívica de la racionalidad.
Aprender mejoraba la vida de las personas y fomentaba la prosperidad del país,
al permitir el despliegue colectivo de las formas más variadas del talento
individual. En medio de las nieblas místicas del 98, inteligencias tan apegadas
a la realidad de las cosas como la de Joaquín Costa, Giner de los Ríos y
Santiago Ramón y Cajal proponían remedios muy semejantes para sacar al país del
atraso y la abismal injusticia: escuela y despensa, regadíos, preparación
técnica y científica, trabajo fértil y no humillante, estudio. A la II
República le dio tiempo a hacer pocas cosas, pero algunas de las prioritarias
fueron las escuelas y los institutos, y unos planes de bachillerato tan
rigurosos que ni el franquismo pudo desguazarlos del todo. Que los matarifes
del ejército sublevado en julio de 1936 se dieran tanta prisa en ejecutar a los
maestros de escuela es el indicio de otro orden de prioridades.
Una de las sorpresas más desagradables de la democracia
fue que la izquierda abandonara su viejo fervor por la instrucción pública
Una de las sorpresas más desagradables
de la democracia fue que la izquierda abandonara su viejo fervor por la
instrucción pública para sumarse a la derecha en la celebración de la
ignorancia. Y así se ha dado la paradoja de que al mismo tiempo que se cumplía
el sueño de la escolarización universal triunfaba una sorda conspiración para
volverla inoperante. La izquierda política y sindical decidió, misteriosamente,
que la ignorancia era liberadora y el conocimiento, cuando menos, sospechoso,
incluso reaccionario, hasta franquista. En otra época los argumentos contra el
saber oscilaban entre un amor roussoniano por el niño como
buen salvaje y una afición maoísta por convertir la mente en una pizarra en
blanco en la que se inscribirían con más facilidad las consignas políticas.
Ahora, como no podía ser menos, los celebradores del analfabetismo feliz echan
mano de las nuevas tecnologías: ¿Quién necesita aprender nada, si todo el conocimiento
está fácilmente, risueñamente disponible, con solo teclear en un teléfono
móvil? Gracias a Internet, ejercitar y alimentar la memoria es una tarea tan
obsoleta como aprender a cazar con arcos y flechas. Lo que hace falta no es
embutir en los cerebros infantiles o juveniles “contenidos” que en muy poco
tiempo se quedarán anticuados, y a los que en cualquier caso se puede acceder
sin ninguna dificultad, sino alentar “actitudes”, otra palabra fetiche en esa
lengua de brujos. Que el niño no aprenda, sino que aprenda a aprender, repiten,
que desarrolle su creatividad, espíritu crítico, a ser posible
transversalmente, etcétera.
Tanta palabrería de sonsonete científico
encubre nociones extraordinariamente primitivas sobre la inteligencia y sobre
la memoria: como si ésta fuera un fardo que pesará más cuanto más se cargue en
ella, un almacén en el que los conocimientos aguardan a ser reclamados, como se
recupera un archivo en un ordenador. Ni la curiosidad, ni el espíritu crítico,
ni la tan celebraba creatividad se sustentan en el vacío. En los estudios más
competentes sobre el funcionamiento de la inteligencia creativa se descubre
cada vez más el valor de lo que se llama “working memory”: la memoria que
trabaja, la memoria activa, la que compara ágilmente una experiencia inmediata
con otras anteriores o con ejemplos aprendidos en los repertorios culturales,
la que al poner juntos elementos en apariencia lejanos entre sí descubre
conexiones y posibilidades nuevas. Es una poderosa y muy bien adiestrada
memoria visual la que permite a un artista vislumbrar lo excepcional en lo
común, lo semejante en lo que parecía diverso —y también a distinguir entre lo
verdaderamente nuevo y la moneda falsa de la moda, y a saber que en la plena
originalidad hay siempre un fondo inmemorial de experiencia del mundo—.
Que tanta información sea ahora accesible es una razón
para instruirnos en el rigor del conocimiento, no para desdeñarlo como
innecesario
El conocimiento histórico o científico
no son fardos inertes que estarán esperando a ser consultados en la Wikipedia,
igual que un aparador inútil que acumula polvo en un guardamuebles. Lo que
sabemos del pasado sucede en el presente, porque nos ayuda en la tarea
imperiosa de intentar comprenderlo, y por lo tanto nos pone en guardia contra
las manipulaciones y los groseros embustes a los que son tan aficionadas las
castas políticas y los ideólogos. Sin una conciencia histórica informada y
activa no hay manera de valorar lo que sucede ahora mismo, porque no hay
términos de comparación con lo que sucedía hace muy poco o hace mucho; y tan
necesaria como la conciencia histórica es un grado solvente de conciencia
geográfica: la idea tribal de que el lugar de uno es el centro del mundo tendrá
menos fervorosos adeptos si en la escuela y en el instituto se enseña la
amplitud y la variedad de los paisajes y de las formas de vida.
Que tanta información sea ahora
inmediatamente accesible es una razón más para instruirnos en el rigor del
conocimiento, no para desdeñarlo como innecesario: igual que la sensibilidad
literaria se educa leyendo, y el oído escuchando, y la mirada viendo arte, la
inteligencia crítica se afila aprendiendo a distinguir la información sólida y
contrastada de la propaganda, el bulo y la calumnia. El saber despierta el
apetito de saber más; la ignorancia sólo alimenta ignorancia y desgana.
En la izquierda, cualquier crítica del
estado actual de la educación activa como un anticuerpo la acusación de
nostalgia del franquismo. La derecha se ríe con esa sonrisa cínica del ministro
de Educación: ellos van a lo suyo, a desmantelar lo público y favorecer los
intereses privados y el dominio de la Iglesia, y en cualquier caso siempre
tienen medios para costear estudios de élite y másteres a sus hijos. Es la
clase trabajadora la que paga el precio de tantos años de despropósitos. De
nuevo la ignorancia es el mayor obstáculo para salir de la pobreza. Quizás no
falta mucho tiempo para que aparezcan de nuevo visionarios que vayan predicando
por los barrios populares la utopía liberadora de la instrucción pública.
www.antoniomuñozmolina.es
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