JUAN PERALES LEÓN |
Juan Perales León
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Autor: Juan
Carlos Perales Pizarro
Juan Perales
León, anarquista de Alcalá de los Gazules
Le daba vida el recordar sus vivencias. Lo marcaron tanto que, a medida que el relato avanzaba, se revitalizaba como si de una medicina se tratara. Era tanto su afán por que conociéramos sus vivencias, que sacaba fuerzas donde apenas ya las había. Lo contó todo. Al menos, todo lo que su memoria fue guardando durante tantos años. Y era mucho. Lo escuché, lo grabé, lo transcribí y os lo presento, resumidamente, intentando trasmitir lo que él me contó durante esa fría navidad en que todas las tardes me senté con él, con el acompañamiento de la grabadora, y como fondo el cantar de los pájaros, canarios y jilgueros, a los que dedicaba las horas del día. Estaba ya muy enfermo. Día a día había ido perdiendo su guerra contra el cáncer.
Fue un referente
del anarquismo y del antifascismo en la provincia. De hecho, en un programa
de la Junta de Andalucía, Banco Audiovisual de la Memoria, fue grabado y su
testimonio consta en el Archivo correspondiente de la Junta de Andalucía.
También en esta grabación tuve la ocasión de acompañarle. Otro compañero,
amigo, Sebastián Pino Panal, anarquista, fue también grabado dentro del mismo
programa. Ambas, al igual que el resto de las realizadas en Andalucía,
merecen la pena ser escuchadas. Quiero creer que están disponibles en la web
correspondiente.
Fue un referente, igualmente y de manera extraordinaria, para la izquierda de Alcalá de los Gazules. Y no solo del conocido como «el Clan de Alcalá del PSOE», que sí lo fue. A veces, cuando se ha escrito sobre ello, se incide de manera especial en «el electricista» que tanto influyó en la formación y la futura militancia del grupo, minusvalorando, e incluso ignorando, el papel fundamental que jugaron otras personas, nuestros mayores, como el caso de Juan Perales. También, cómo no, otros, en todos los casos, represaliados del franquismo.
Sin él, la CNT en
Alcalá nunca hubiera existido. Fue, creo, el único y el último anarquista. Su
implicación en que funcionara fue extraordinaria. Siempre se quejó de que
aquellos que en su día le acompañaron en CNT, y que después «le traicionaron»
yéndose a otras formaciones políticas, nunca habían sido auténticos
anarquistas y que no merecían estar en la organización.
El inicio de la investigación de la represión en Alcalá, en una parte muy importante, se debe a él. También a muchos otras personas, entre otras, claro, mis propios padres, represaliados y víctimas también. Pero fue mi tío Juan el que en su caja fuerte había guardado un listado de fusilados de Alcalá. Poco a poco con la ayuda de otros mayores y amigos represaliados habían ido elaborando esa lista, hasta ese momento desconocida, de los fusilados y desaparecidos de Alcalá. También tenía la otra lista, la de los verdugos y responsables de las barbaridades cometidas. Y algunas fotos. Y datos sueltos e inconexos de sus dos expedientes, de sus dos Consejos de Guerra. Tenía las fechas y los números de las causas. Siempre soñó con poder localizarlos. Ahora, una vez abiertos los archivos y, en parte, el miedo ahuyentado, los expedientes militares van saliendo a la luz. Afortunadamente, también los de Juan Perales. Ojalá él hubiera podido verlos, leerlos, tocarlos… Era su sueño. Siempre lo dijo. Serán públicos como él lo deseaba, al igual que aquí publico sus memorias, como también él deseaba.
Tuvo ocasión de
compartir y protagonizar el homenaje que en Alcalá se les rindió a los
fusilados. Al menos ese reconocimiento y esa victoria se los llevó a la
tumba. En algunas ocasiones, he pensado, que en su último viaje, no pudimos o
no quisimos cumplir con sus deseos. Él era agnóstico, no creyente, ateo. Sin
embargo, al igual que en todos los casos, su despedida se la hicimos
«cristianamente». También había manifestado en multitud de ocasiones que
quería que cuando muriera su féretro fuera cubierto con la bandera de la CNT.
Tampoco aquí le hicimos del todo caso. La bandera que si le acompañó durante
el velatorio, no cubrió su féretro, como era su deseo.
De su velatorio,
conservo bonitos recuerdos. Alegres, aunque parezca contradictorio. Había
muerto con la dignidad con la que había vivido toda su existencia.
A sus hijos e hijas, nietos y nietas.
Alcalá de los
Gazules, marzo de 2013.
***
Cuando tenía cinco
años, mi padre murió. Éramos tres
hermanos, tu padre, una hermana que se llamaba Francisca y yo. Francisca
murió aquí en la calle Real, en la puerta de la tienda de tu padre. Murió
echando sangre. No sé de qué. Era muy jovencilla. Podría tener diez o doce
años, quizás más. Mi padre era «arriero». Tenía sus burros, sus mulos, en
fin, económicamente vivíamos bien. Murió a consecuencia de una epidemia de
gripe. Vino de Jerez de un viaje de carbón, ya enfermo. Recuerdo que cuando
empezó a quitarles los «jatos» a las bestias, unos vecinos míos que eran
muchachillos mayores que yo, le ayudaron y entonces yo me subí en una silla y
empecé a querer quitar cordeles y ayudarle también. Cayó enfermo en la cama.
No recuerdo mucho sus facciones. No dejó fotografías de ninguna clase.
Recuerdo el entierro. Los entierros de entonces eran vulgares, una caja
forrada con tela negra baratucha. Uno al que le decían «Don Pépede», que era
muy fuerte, y muy amigo suyo, quería llevar la caja él sólo en la cabeza. No
quería que la llevara nadie más que él. A éste lo mató, años más tarde, un
cuñado suyo en la calle Los Pozos. Me vistieron con un babi negro con unos
botones muy brillantes, negros también.
Mi madre vendió las
bestias, y al cabo de tiempo pusimos una tienda de comestibles en la calle
Villabajo. Allí estaba la escuela de don Antonio Caballero. Luego, años
después, vino la cosa mal, la tienda se perdió y nos quedamos en la ruina. No
nos quedó nada. Mi madre trabajaba limpiando casas. Nosotros nos fuimos al
campo a trabajar. Recuerdo que por la mañana tenía que estar con el ganado de
las vacas, de los cochinos o lo que fuera. En invierno cuando caían las
heladas se me ponían los pies chorreando. Pasaba mucho frío y esperaba con
ganas a que saliera el sol para poner los piececillos y calentarme un poco.
Volvía a la casa cada dos o tres días. Venía a vestirme, me daban media telera
de pan y vuelta al campo. Cobraba muy poco. Además de guardar el ganado,
hacías lo que te mandaran: ir por el agua, contar leña, en fin, las cosas que
los chavalillos podían hacer. Me cansé del campo. Me metí de zapatero, de
aprendiz de zapatero. Mi primer maestro se llamaba Juan Ramón. Después pasé a
otra zapatería que le decían la de la gata. Tendría entonces unos 12 o 14
años. En el colegio yo aprendí a leer sin saber lo que era ortografía ni
nada. Escribía algo y de cuentas sumar, restar y multiplicar, a dividir no
llegué a aprender, aprendí luego. Tuvimos que marcharnos a Cádiz. Vivíamos en
la calle Arbolí primero y luego en la Viña. En Alcalá se vivía muy mal.
Éramos mi madre, tu padre y yo. Como mi madre estaba trabajando, a mí me daba
de comer una familia, almorzaba con ellos y ya por la noche me iba a la casa
y comía lo que mi madre hacía. En aquella época casi todas las comidas eran a
base de pan, muchas cortezas y las sobras que te daban en las casas donde
trabajabas.
Volvimos a Alcalá. Tampoco en Cádiz había muchas posibilidades. Me fui a trabajar de camarero con un tío de mi madre al que le decían Dominguito «El Conilato». Un hombre muy formal, muy serio. Dormía muy poco, casi siempre en la silla. Abría muy pronto y se acostaba muy tarde. Siempre estaba dando cabezadas en la silla, siempre. Era una taberna donde se concentraban las gentes ricas del pueblo, los que tenían fincas y ganados. Gente que por la mañana se tomaban sus copas de coñac y después le agregaban las copas de vino, del mejor que había. Luego, tras el almuerzo, por la tarde, volvían y se tomaban el café, que lo hacía muy bueno. Y nuevamente con las copas. Tenía una clientela selecta. El 14 de Abril de 1931, joven como era, no tenía conocimientos de lo que eran las izquierdas, ni las derechas. Se proclama la República y sale una manifestación que pasa por la Alameda con la bandera republicana. Me salí del café y me uní a ella en un movimiento espontáneo. Empecé a dar vivas a la República imitando a los mayores. Recuerdo que siendo más chiquitillo, íbamos mucho a jugar al muladar «Quintana» y que por allí vivía un hombre, ya de edad, con barbas y era republicano. Le llamaban «el Tío Valverde». Sus barbas nos daban miedo. Recuerdo el entierro de este hombre. Murió en la República. Debió ser muy querido, porque le acompañó mucha gente. Después de la manifestación, no fui más a la taberna. No me atrevía ni a pasar por la Alameda. Se repartieron muchas banderitas de la República. El primer alcalde fue José Sandoval y nosotros los chiquillos nos pegábamos al que más mandaba. Creíamos que aquello era la salvación de los pobres. Se dio un mitin y un tal Pizarro habló. Recuerdo que decía que él se había criado sin tener conocimientos de nada y siempre con la pluma y el libro. Recuerdo ese pasaje de aquel mitin.
Se abrió un centro
de la UGT. Todos los chiquillos por novedad íbamos allí. Yo no me pude
apuntar porque todavía no tenía edad. Después se abrió otro centro que era de
la CNT. Sí me admitieron. Allí se reunían, daban charlas, en fin. Las gentes
que tenían más conocimiento eran las que organizaban todo. Yo lo que quería
era trabajar, pero quizás porque no tenía edad no me daban trabajo. Junto a
otro joven como yo, con trozos de picón, hicimos una pintada, en la calle de
la «Salá», protestando. Nos rebelamos. Fue mi primera acción de rebeldía.
Una vez dentro de
la CNT, empezaron a
formarse los grupos de las Juventudes Libertarias. Se formaban para que
fuéramos tomando conciencia de lo que era el anarquismo. Procurábamos meter
dentro de los grupos a aquellos chavales que eran más selectos, que tenían
mejores sentimientos, que buscaban algo superior. Ahí el que fuera borracho o
fuera malo con la familia o con la novia o un metepatas, no podía entrar. No
lo admitíamos. Cuando alguno quería entrar lo consultábamos entre nosotros.
Nos llamaban «los aguiluchos de la FAI». Aquí, en Alcalá, había seis o siete
grupos de las Juventudes Libertarias y en cada grupo había ocho jóvenes, casi
todos trabajaban en el campo. Los que estaban mejor preparados eran los que
estaban al frente, eran los que podían escribir y leer. Nuestra misión era
prepararnos para la nueva sociedad. Leíamos muchos libros anarquistas,
revistas. La CNT entonces era muy rica en cultura. Los hombres estaban muy
bien preparados. Teníamos nuestra biblioteca y a cada instante íbamos a
correo a recoger libros. Llegaban muchos libros. Nos educábamos y nos
formábamos. Ser revolucionario no era sólo pegar tiros, dar palos. Nos
impregnábamos de lo que era el anarquismo puro. Aunque no pudiéramos llevarlo
a la práctica, era lo que queríamos y por eso luchábamos. Nos parecía que
éramos los mejores y los que mejores pensamientos teníamos. Aún lo sigo
pensando igual. CNT era más mayoritaria y éramos más jóvenes porque en la UGT
no había apenas jóvenes. El movimiento libertario tenía mucha fuerza en
Alcalá, Medina, Casas Viejas, Los Barrios, Jerez, Paterna, Jimena. Teníamos
contactos en todos los pueblos. De vez en cuando había huelgas. Consistía en
salir a los cortijos con un palo para que los que estuvieran trabajando
fueran a la huelga. Cuando regresábamos la Guardia Civil nos estaban
esperando y nos mandaban a la cárcel. Nos encerraron muchas veces, cada vez
que había huelga. Esto ocurría durante la República. Algunas veces nos pegaban.
Recuerdo que una vez un guardia civil, Molina, le pegó una torta a tu padre
en la Alameda.
Los de Casas
Viejas, lo viví muy de cerca. Teníamos noticias de que se iba a haber un intento de revolución.
Pensamos que teníamos fuerzas suficientes para vencer. Creíamos que podíamos
hacernos con el pueblo y Casas Viejas se adelantó al movimiento. Esperaban
ver humo en Medina y hubo humo, pero no era la señal. Se levantó. Quedó sola,
aislada. Desde Alcalá mandamos un enlace. Un chaval, Joselillo Malacara, no
tenía bazo, corría como un galgo y nunca se cansaba. Este estuvo allí y
cuando volvió nos dijo lo que pasaba. Mandaron a la Guardia Civil y las
Fuerzas de Asalto. Dirigidas por el capitán Rojas, empezaron a tirar con
hondas piedras envueltas en algodón y gasolina y la choza de Seisdedos salió
ardiendo. Una de las hijas de Seisdedos que le decían la Libertaria se escapó
por una de las ventanas. Creo que había una burra, y la burra fue la que
aguantó los tiros. Allí dentro de la choza murió Seisdedos. «Casas Viejas en
un gran día hizo su revolución, unos cuantos libertarios la anarquía
implantó», era una canción muy bonita que se cantaba. Los sucesos se hicieron
famosos y fueron conocidos por todo el mundo.
Ocurrió, pero en Alcalá, otro suceso que recuerdo bien. Se trabajaba en la carretera que va para Paterna. Había poco dinero para pagar y daban unos vales en su lugar. Servían para cambiarlos por alimentos en una tienda, que era como una casa particular. Pertenecía a Rodrigo Delgado, que luego fue alcalde aquí durante la República. Era muy conocido, buena persona. El alcalde de entonces era Antonio Gallego. La gente se cansó de los vales, porque a veces necesitaban productos que no había en esa tienda. Para protestar nos juntamos todos en la Alameda para hacer una petición al alcalde. La respuesta del alcalde de la República no fue la esperada y la gente se amotinó. Había allí un montón de adoquines pegando a la baranda de la Alameda y empezaron a tirarlos contra el ayuntamiento. La Guardia Civil llegó para reprimir la protesta. Y la gente salió huyendo. Yo me metí en la posada. Subí la escalera y me escondí debajo de la cama para que no me vieran. Salí de allí sobre las dos o las tres de la madrugada.
Cuando el
Movimiento, yo era de la quinta del 35, estaba sirviendo y volví cumplido. Serví en Málaga, en el
Regimiento Victoria. Vine sobre el 18 o el 20 de junio de 1936. Cuando llegué
a Cádiz, recuerdo que visité a un compañero nuestro que estaba preso en El
Puerto de Santa María. Era dependiente en una ferretería y había cogido
dinero, pero para la organización, para la CNT. Fui al Puerto con la madre en
el vapor. Era la primera vez que yo me subía. Estuvimos viéndolo. Ya en
Alcalá, me fui a las corchas. Estuve unos cuantos días, en el «Monte Abajo».
Me despidieron. Luego, me fui a segar al «Cortijo Puelles». Aún estábamos en
la República.
Vivía en la calle
Cádiz, y escuché desde mi casa los comentarios de las gentes sobre una
manifestación. Salí por la calle Villabajo. Mi madre me gritaba para que no
fuera. Fui creyendo que los que venían eran los míos. Cuando llegué a la
altura de donde estaba Correos, veo que por la Plazuela viene una
manifestación, pero era de gentes de derechas. Gritaban, llevaban y escopetas
y fusiles. Era una manifestación fascista. Precisamente en tu casa, en el
pozo, estaban guardadas estas armas, fusiles, balas y pistolas. Uno de los
que encabezaba la manifestación era un médico, Herrezuelo, que conmigo echaba
mucho. No sabía que ese hombre fuera de derechas. Al ver que la manifestación
no era la que yo esperaba, me fui por el callejón de Palomino. Temía que si
me cogían, me detendrían. Se mandaron enlaces a distintos sitios, poniendo en
guardia a los que estaban en la corchas de que se había producido un
levantamientos fascista y que ya Alcalá estaba tomada por ellos.
Días después, se
produjo el bombardeo. Se decía que había sido un error de la aviación
fascista. Creyeron que Alcalá era Ubrique o Jimena y lo bombardearon. El
miedo hizo que mucha gente se marchase al campo. Mi madre, Kiko y yo nos
fuimos al olivar que estaba en la «Zúa». Tu padre ya se había marchado.
Muchos se marcharon, pero yo no me marché. No sé cómo interpretarlo. Una de
las tácticas de esta gente era llevarse todo lo que dejaban los que se
marchaban. Luego, como no habían hecho nada, volvían para acá y los mataban.
Mataron a mucha gente. También se dio el caso de que mataban a la madre o al
padre, como represalia porque el hijo había huido. Fue lo que le pasó a
Guillermo. Se fue el padre y el hermano y cogieron a la madre y la mataron
como represalia. A otro que le decían «Cabero», Manuel Delgado. También se
marchó. Mataron a su padre. Tenía miedo de que mataran a mi madre y no me
fui. Me aguanté aquí a ver lo que pasaba. Estuve escondido en el campo y uno
de los días que vino mi madre al pueblo encontró debajo de la puerta una
citación para que yo me presentara en el ejército como soldado. No sabía si
marcharme a la sierra o irme al ejército. Finalmente, vine al pueblo con idea
de marcharme, pero tenía una pretendiente y quise despedirme de ella. Vivía
en la calle Real. Me fui al bar de los Montes de Oca. Estaban los veladores
puestos en la acera y me senté, con unos primos hermanos míos que estaban
allí, con idea de ver a la chavala y despedirme de ella. Estando allí sentado,
por el patio de las campanas, entraron un guardia civil y el cabo Linares,
que fue muy famoso. Me tocaron en el hombro y escucho: «Perales, el cabo
quiere hablar contigo». Cuando lo vi me puse de pie y me descompuse. Tendría
21 o 22 años. Me cogió de la oreja y me dio unos tironcitos, preguntándome
que dónde había estado. Le expliqué que había estado con mi madre, en la
Loma, en lo de Pedro Puerto, que como tiraron las bombas nos fuimos allí.
Insistía en que había estado en Ubrique. Y los tirones de la oreja cada vez
eran más fuertes. Irónicamente me iba diciendo que yo era comunista o
anarquista. Con el vergajo me dio unos pocos de golpes, allí mismo, en medio
de la calle. La gente que estaba en el bar se metió para adentro, asustada
también. Luego, me dijo que me marchara. Pregunté que si para la cárcel o
para mi casa. Para tu casa, dijo. Pensé que me aplicaría la ley de
fugas. Aproveché que venía una mujer vestida de negro, me dirigí hacia ella,
pensando que a lo mejor no me disparaban. No sabía si andar más ligero, más
despacio. No quería correr. Tenía un miedo terrible. Era la vida lo que
me jugaba. Al llegar a lo de Palomino, cogí otra vez el callejón hacia la
calle Las Brozas. Ya todo esto corriendo subiendo la calle Cádiz y en vez de
meterme en mi casa, me metí en la casa de mi tía Ana Perales. Me dejé caer en
la cama y perdí el conocimiento. Cuando me reanimé, les dije a mis primos que
mirasen si había vigilancia en las salidas del pueblo. Decidí marcharme, pero
no pude. Esa gente hacía guardia en todas las partes del pueblo. Tuve que
quedarme.
A la mañana
siguiente, como yo tenía la citación para que me presentara en el ejército en
Cádiz, me levanté temprano para coger el Correo, el autobús. Llegué allí una
media hora antes de que saliera. Entré en el bar de Vicente. Pedí una copa de
anís. Había uno allí que era Pizarro de apellido, que era zapatero y me quiso
colocar un escudo de falange. No lo dejé. Estando allí se presentó otra vez
el cabo Linares, saludándome con un «qué hay, buen español». Le expliqué que
esperaba la salida del correo para incorporarme en Cádiz. Con mucho miedo
contesté a las dos o tres preguntas que me hizo y se fue. La copa de anís no
me la pude tomar. No se me olvida. Tenía un miedo impresionante. Llegué a
Cádiz y me incorporé a la Compañía de Transeúntes. Así la llamaban y estuve
allí bastante tiempo. Ya el golpe de Estado había funcionado por esta zona.
Una tarde
movilizaron a todo el batallón y empezaron a montarnos en los camiones. Sería
sobre agosto del 36. Íbamos a tomar Alcalá del Valle. Allí fue cuando yo
pensé, por primera vez, pasarme al otro lado. Estando allí, antes de llegar a
Alcalá del Valle, llegó la aviación republicana y nos bombardeó. Las gentes
se tiraron de los camiones y cada uno cogió para donde pudo. Junto con otro
de Alcalá que me acompañaba, Juan Díaz «Pichorto», nos dirigimos para la zona
republicana, pero cuando íbamos llegando, vimos gente de la Falange ya
retrocediendo y también retrocedimos. No habían cogido prisionero ninguno.
Solo una mujer, que estaba en un camión con el teniente. Toda la gente se
había marchado para la sierra, en dirección a Ronda y, según dijeron luego,
allí no había quedado nadie nada más que un tonto en el pueblo. Familias
enteras se habían marchado. De Cádiz, nos trasladaron a Algeciras. Allí
estuvimos unos cuantos días. Luego nos llevaron a La Línea. Allí habían
estado los moros y había muchísimos piojos. Dentro del cuartel encontré
muchos libros anarquistas de las requisas que habían hecho en las casas. Cogí
uno, no me acuerdo del título que era. Cuando hacía guardia en las arenas
aquellas, aprovechaba y leía. Había incluso ropas de los moros que habían
sido fusilados por haber violados a mujeres, allí en La Línea. De allí nos
trasladaron a un cuartel de carabineros en la Atunara, por detrás al
cementerio. Y más tarde a Guadiaro. Aquello era un frente muy tranquilo. El
enemigo, que para mí era el amigo, estaba a una distancia muy grande.
Habíamos previsto el pasarnos en cuanto tuviéramos la ocasión. Y así lo hicimos. Me puse como el que recogía higos brevales, hasta que llegué a la avanzadilla. Cuando llegué, me escondieron en unas colchonetas. Allí tendría que estar escondido hasta el momento de pasarnos. Al ponerse el sol, los que estaban allí bajaban a la vaguada que era donde se hacía la comida. Unos se quedaban en las trincheras y otros bajaban por la comida. Los que estaban de acuerdo para pasarse se quedaron de guardia. Los que no estaban de acuerdo, como no teníamos confianza con ellos, se les envió por la comida. Cuando calculamos que ya estaban lejos, salimos todos en fila india, sin correr, hacia una pendiente abajo, con las armas encima. Cuando regresaron con la comida, se encontraron con las trincheras vacías e imaginamos que darían la voz de alarma de que nos habíamos fugado. Éramos un grupo de 17. Uno de nosotros tenía que ir a las filas enemigas a decir que nos pasábamos de bando. Salieron algunos voluntarios. Finalmente, fue uno que le decían «El Torero», que era de Linares, de Jaén. Se quitó los calzoncillos blancos y los agarró en el fusil, como bandera blanca, hasta que llegó allí y avisó. Esa ha sido la alegría más grande que yo pude tener en aquellos momentos. El destino volvía a elegir el 11 de noviembre como fecha importante. Un día como ese moriría también mi madre. El recibimiento fue muy emotivo. Los compañeros nos abrazaban y nos daban las felicidades. Nos sentíamos unos héroes. Me sentí un héroe. De allí nos llevaron a Estepona. Recuerdo un tiroteo muy intenso que se produjo y cómo uno de los que venían en el grupo, un gallego que estaba en Jerez de dependiente de ultramarinos, me gritaba: «Perales, Perales de allí nos escapamos pero de aquí no nos vamos a escapar». Gumersindo Maures Vázquez, así creo que se llamaba. Llegaron unos turismos con las luces apagadas para recogernos. Nos llevaron hasta Estepona. Allí estuvimos hablando, dimos un medio discurso desde el balcón del ayuntamiento. Nos ofrecieron unos vasitos de vino negro de Málaga. Nos seguíamos sintiendo héroes porque así nos trataban. De allí nos fuimos para Málaga en un camión. En todos los pueblecitos por donde pasábamos nos recibía una banda de música. Fui muy emocionante. En Málaga nos destinaron a un cuartel. Aquella mañana, cuando salí a la calle, me encontré a tu padre y nos hicimos una foto. Estará en algún archivo de algún periódico. En Málaga estuve dos o tres días casi de vacaciones. Visitaba a los amigos, a las gentes de Alcalá que estaban allí refugiados y demás. Seguíamos siendo héroes o al menos así me sentía yo. Luego ya me destinaron de sargento instructor para la formación de un batallón de las Juventudes Libertarias. Se llamaba El Batallón Juvenil.
Con la pérdida de
Málaga, se produjo la huida. Había que marcharse. Salí casi de los últimos, con mi paisano Miguel
Fernández Tizón, «Cartucho». Salimos casi al anochecer y tuvimos que
refugiarnos ante las balas de los francotiradores, apostados en la salida de
Málaga. Iniciamos el camino de «El Palo», para Almería. Aquello era una
caravana humana, como las que vemos en televisión. Estuvimos toda la noche
andando. No se podía andar al paso que uno quería. Era mucho el personal que
circulaba por la carretera. Ya de día, apareció un barco de guerra, que
empezó a bombardear a toda la caravana humana que iba por la carretera,
niños, mujeres, ancianos. Muchas familias abandonaron la carretera y se
metieron por la sierra. No había coches, ya habían desaparecido. El que caía
enfermo, allí se quedaba porque no había ni Cruz Roja, ni nadie para
recogerlos. Había muchos heridos. Cuando llegamos cerca de Adra recogimos a
una chiquilla que tendría 5 o 6 añillos que estaba allí abandonada. Unas
veces la llevaba en brazos Miguel y otras veces yo. En Adra, Miguel se metió
en el pueblo a buscar algo de comer. Todo lo que encontró fue una caja de
peladillas. Cerca de Motril le entregamos la niña a una mujer que llevaba
tres o cuatro chiquillos y que decía que iba para Valencia. Aquella mujer se
hizo cargo de la niña.
Cuando llegamos a
Almería, casi todas las fuerzas se fueron concentrando en el campamento
Viator. Allí nos ofrecieron arroz, ya frío, en unos barreños grandes.
Metíamos allí las manos como los chiquillos esos hambrientos que se ven en
algunos países de África. Poco a poco se empezó a organizar y nos enrolamos
en el batallón «Juan Arcas», organizado por la CNT. Juan Arcas era un
anarquista de Sevilla que luego murió en Cerro Muriano. Estos Arcas eran unos
pocos hermanos, una gente muy decidida. El comandante del batallón era un
hermano de este Arcas que se llamaba Miguel y el comisario era también otro
hermano que se llamaba Julián. Para nosotros los Arcas eran dioses, teníamos
mucha confianza en ellos.
Estuvimos un
tiempo, no sabría precisar cuánto. De allí, a Jaén capital, donde también
estuvimos unos cuantos días. En Santiago de Calatrava otros días. Aquello era
un frente pacífico. Las trincheras estaban a mucha distancia unas de otras,
apenas se sentían los tiros. Había una compañía de internacionales que se
llevaban muy bien con nosotros. Entre ellos anarquistas, socialistas,
comunistas. Habían venido de todas partes del mundo y cada uno tenía una
ideología diferente. Estaban considerados como unos verdaderos luchadores.
Defendieron España más que nosotros mismos. Eran voluntarios de todas
las razas, de diferentes naciones y de ideologías diferentes. Eran de
izquierdas y venían a luchar contra el fascismo. Luchaban con más fe que
nosotros mismos.
Más tarde nuevo
traslado. En este caso a Alcaudete. Allí es donde conocí a Manuela. Casi
todos los chavales teníamos novia. Allí nos casamos. El frente estaba a unos
cuantos kilómetros.
En el mes de Marzo
del 38, me trasladaron a Levante. El ejército fascista avanzaba peligrosamente. Salimos en un tren y
llegamos a Castellón. Allí desembarcamos y en camiones fuimos a parar al
frente de Alcañiz, de la provincia de Teruel. De allí fuimos retrocediendo
unas veces hacia un lado, otras veces hacia otro; taponando por aquí, por
allí. Entre Cuevas de Vinaroz y San Mateo de la Fuente, en unas montañas, con
lluvia abundante, nos atacaron fuerte y perdimos las posiciones.
Retrocedimos: El comandante, de unos 30 años, pistola en mano, nos animaba.
Yo era aún muy joven. Tendría unos 22 años y mucho miedo. Yo iba de sargento.
Eran moros los que atacaban. Y aguantamos. Miguelillo Cartucho se había
quedado con un fusil ametrallador que nosotros habíamos cogido aquí en
Andalucía en uno de los avances. En uno de los retrocesos, en la vaguada, en
la huida, el enemigo se había dejado abandonadas bombas y fusiles. Cogí,
en una decisión espontánea, sin decirle a nadie nada, camino a la vaguada.
Llevaba una bolsa y la llené de bombas de mano. Me la puse al hombro y unos
pocos de fusiles, tantos como pude cargar. Cuando caminaba para arriba con la
carga, me pegaron el tiro, hiriéndome en la cara y en el dedo. Caí de
rodillas, porque me dieron mareos. Pasaron unos segundos y me reanimé.
Seguí para arriba sin poder hablar porque tenía toda la boca partida, solo
emitía ruidos con la garganta. La sangre me corría, me llenaba todo. Me
ayudaron refuerzos de otro batallón. Los fusiles se me cayeron, pero la bolsa
aún la tenía con las bombas de mano. Me hicieron una cura de urgencia y me
trasladaron para la retaguardia, en un mulo, en unas alforjas. Me llevaron al
puesto de mando que había en la carretera; me hicieron otra cura. Me trasladaron
a un pueblecito de Castellón, Benicasim, a un hotel junto a la playa donde
iban los heridos: Allí nuevamente me curaron.
Recuerdo que
escribí una carta a mi mujer y la carta estaba manchada de sangre. No podía
hablar nada. Todo era por escrito. Tenía toda la herida abierta, no existía
ni labio, ni nada. Luego a un pueblecito de Valencia, Gandía, a un hospital,
«La Pasionaria». Íbamos unos cuantos heridos en el camión con un sargento
francés de unos 45 o 50 años. Recuerdo que cuando llegamos a la estación yo
tenía ganas de tomar algo, porque comer no podía. Con un trozo de papel
utilizado como embudo, me daban de beber. El hospital era una casa que acogía
a los heridos, atendida por enfermeras. A mí me tocó una enfermera «extraña»,
pues llegaba y me traía una taza grande de leche, me la ponía en la mesilla
de noche y como no podía beber, allí se quedaba: Sin poder hablar, no me
hacía caso. Así varias veces hasta que se marchó. Vino otra que la
reemplazaba y al acercarse a mí, le eché el tazón de leche encima, queriendo,
para llamar la atención. Llamaron al médico y como pude le expliqué lo que
pasaba. Empezaron a alimentarme mejor. De allí a Valencia, a la Facultad de
Medicina, donde me operó el doctor Bernardino Landete. Antes de operarme me
hizo una fotografía con la boca abierta, con todo partido, que todavía
conservo. Salí bien de la operación. Me recuperé mucho, tanto que por unas
ventanas que daban al exterior, me escapaba y me iba a Valencia a pasearme.
Allí me daban huevos, naranjas, pan. Uno de los días que fui por allí me
encontré con uno de Alcalá, Fernando Monroy, «Siete Labios» le decían. A su
mujer también la conocía. Se dedicaba a vender frutas con un carrillo por las
calles. Como éramos conocidos, se puso muy contento, me llevó a su casa y
empecé a conocer muchas más gentes que había de Alcalá allí refugiada. Cuando
volvía a la facultad traía esas cosillas, el pan, las naranjas que aunque no
podía comer, las guardaba debajo de la cama y se las daba a los demás que
había allí. Aún conservo una carta que escribí y por mediación de la Cruz
Roja creo que fue, me respondió mi madre con una foto de ella y de Kiko.
De Valencia me trasladaron a un pueblecito de Cuenca, a una casa grande habilitada también como un hospital de sangre, Villanueva de la Jara. Allí me hicieron otra operación. En Cuenca me dieron permiso por reemplazo y por herido Había caído herido el 22 de Abril del 38.
Cuando terminó la
Guerra, mantenía
contactos con los compañeros que estaban en Jaén. Teníamos pensamiento de
marcharnos para Alicante, para fuera, para el extranjero. Cuando fui a
marcharme, el control de la carretera que iba para Martos estaba ocupado por
los militares nacionales. Me quedé, volví para la casa y me escondí. A mí me
querían mucho en el pueblo. Estuve unos cuantos días, allí escondido. Tenía
mucho miedo. Algunas veces llegaban incluso a la casa los mismos soldados
nacionales para que les hicieran comida. A los cinco o seis días pensé que
había que darle una solución. No me podía ir a la sierra, porque no podía
masticar, ni comer; no tenía más remedio que estar escondido y que me
alimentara la familia. Tenía un puente de plata amarrado con el fin de que el
maxilar quedara lo mejor que pudiera. Hubo un momento que pensé en entregarme
y así lo comenté con un conocido, que aun siendo de derechas, me aconsejó que
no me entregara a los civiles, que me entregara a los militares. Así lo hice.
Probablemente, los civiles me hubieran matado. Fui con un cuñado mío. Casi
sin poder hablar, apenas se me entendía nada, le di mi declaración diciendo
que había sido prisionero en un combate en la zona enemiga. Era una casa
particular y allí tenían una oficina. En el calabozo al que me bajaron, se
veían claramente las manchas de sangre en el suelo y en las paredes.
Declaré que me
hirieron en combate y quedé desaparecido en la zona republicana. Les dije que
estaba en el bando nacional, que hubo un combate entre unos y otros y en ese
combate yo quedé prisionero en la zona roja. Estuve un par de días, hasta que
me llevaron a la cárcel. Ya comía estupendamente. Me llevaron a unas
mazmorras. Era una cárcel que estaba bajo tierra, sin luz, con una ventana.
Había un pasillo que daba a un calabozo con unas puertas anchas de madera
antigua y unos poyetes de yeso, húmedos. Estaba lleno de prisioneros. No
podíamos quitarnos los piojos porque no veíamos. Una oscuridad tremenda y
durmiendo unos pegados a otros. De aseos nada. Sólo un wáter. Nos afeitábamos
con una cuchilla de afeitar sin maquinilla. Había gente que eran del pueblo y
a estos les traían ropa limpia. Había otros que no eran de allí y no podían
hacer nada. Mi mujer iba a visitarme pero desde la ventana de frente, desde
donde nos veíamos. Estando allí, a cada instante, nos hacían un juicio, en
plan de broma macabra, pero con muy mala leche. Era parte de la tortura. De
allí me trasladaron a otra casa, la Casa de la Marquesa. Allí se estaba
mejor, había menos gente. Me preparé un cuarto, me puse luz y todo. Dejaban
entrar a Manuela y estaba dos o tres horas. En una ocasión, me sacaron de la
cárcel, medio en cueros. Era en verano, con unas alpargatas, no me dejaron
que me vistiera ni nada. Sin yo saber para lo que era, me llevaron al
juzgado. Allí estaba mi mujer esperando que yo llegara para apuntar al niño,
que había nacido para que se le pusieran los apellidos míos y los de ella a
pesar de que no estábamos casados. Eso se hizo por un compromiso de mi
suegro, que tenía un primo falangista. Fue como una especie de favor. Mi
suegro era muy querido y respetado. Luego, estando ya en Alcalá, a los 18 o
20 años después ya, después de haber terminado mis correrías por las
cárceles, vino la citación para que el niño fuera al servicio, a la mili. En
vez de traer los apellidos míos traía sólo los apellidos de la madre. El
favor que habían hecho a mi suegro fue un engaño. El niño murió estando yo
preso en Alcaudete. También para enterrarlo hubo problemas con los apellidos
y demás, aunque nunca me lo quisieron explicar.
Y el 18 de Julio me
pusieron en libertad unos cuantos días y luego me detuvieron otra vez. Después me llevaron a Jaén. No
había estado nunca en una cárcel de esas. Llegué en verano, seguramente en
mayo. Hacía calor, mucho calor. Una vez tomados los datos para la ficha, me
mandaron al patio. Había muchas personas. Las galerías y los patios llenos.
Muchas veces había que dormir en las escaleras. Los presos políticos éramos
muchos y no teníamos contactos con los comunes. Las celdas estaban
habilitadas para los condenados a muerte. Los demás por los pasillos, por los
patios. Tenías que dormir donde pudieras. Recuerdo en uno de los patios donde
había un empedrado, a uno de los que detuvieron, un empleado de la limpieza,
de unos 45 años más o menos, que por lo visto no estaba muy bien de la
cabeza. Le habían cogido una pistola. Una mañana se montó en lo alto de las
piedras que había y a medida que llegaban los oficiales, empezaba a coger
piedras, gritando que no quería a la gente con gafas, tirándole piedras a
todo aquel que tenía gafas. La comida era muy mala y el café, peor. Se
comentaba que le echaban carbón molido, para poner el agua negra. Daban
desayuno, almuerzo y cena. Era a base de nabos, pero más parecido a un cardo
borriquero. La remolacha, al igual que la patata, que llegaba en camión, las
metían en el almacén y eso se estropeaban, se pudrían. Al guisado aquel le
echaban nabos de estos, acelgas con caracoles y todo lo que tuvieran, unos
cuantos garbanzos o habichuelas, lo que fuera, muy poquito y corvina que
tenía el color al tocino añejo que se usa por aquí, amarillento, viejo. En fin
que aquello no se podía comer. Tenías que echarle sal y vinagre, que
disfrazara el sabor. Muchos enfermaban con la sal. Se hinchaban y morían.
Recuerdo que había un preso, que le decíamos «el Tío de los Pitos», porque
por las ferias vendía pitos. En el economato abrieron una lata de atún o
bonito que estaba podrida y al abrirlo despidió un olor que echaba para atrás
a cualquiera, como si fuera pesticida o algo peor, una cosa que no se podía
aguantar. La llevaron al patio y quitaron el husillo y la tiraron allí. El
hombre de los pitos metió la cabeza, metió las manos y empezó a comerse lo
que habían tirado.
Había una gran
solidaridad entre los presos. Cuando nos poníamos a comer, tenía que ser en
el patio, delante de todo el mundo, no había comedores, ni habitaciones. Te
tenías que poner allí donde estaban todos hambrientos. Alrededor de los que
comían, estaban los que no tenía nada que comer y las sobras, las espinas de
pescado o las migajas que caían, lo cogían, como los perros hambrientos. Daba
pena ver aquello, pero así era. Morían muchos de hambre. Por la feria de
mayo, mi madre me mandó de Alcalá un paquete con cosas para comer. Mi familia
sabía que yo estaba herido, pero yo no le había dicho en las condiciones que
me encontraba. Dentro de las cosas que me mandaban de comer, pues venía un
poco de turrón y unas avellanas. Cuando llegó el paquete, me llamaron al
centro, estaba allí el subdirector de la cárcel. Y empezó a decirme con muy
malas formas que me habían mandado un paquete con comida, cuestionando que yo
no pudiera comer. Le tuve que explicar que para no preocupar más a la familia
no le había dicho en qué condiciones me había quedado la boca. El trato de
los funcionarios, los cabos de vara, dependía de cada uno. En Jaén, teníamos
uno que servía de enlace entre los oficiales y los presos. Aquel hombre fue
de los mejores. Era algo mayor que yo, de Los Barrios, de profesión ebanista.
Se comportaba con nosotros muy bien, con todos los presos.
Allí estábamos todos afiliados, cada uno en sus organizaciones sociales: comunistas, anarquistas y republicanos.
Estábamos
organizados dentro de la propia cárcel. Teníamos nuestros propios comités. Y
una gran solidaridad entre unos y otros. Sin embargo, el Partido Comunista
estaba tan bien organizado, que aplicaban exactamente la misma táctica que
tenían fuera de la cárcel. Estas gentes empezaban a hacerles la pelota a los
oficiales. Se arrastraban como perros a ellos para hacer lo que querían con
el fin de coger un puesto dentro de la organización interna. Por ejemplo de
cocinero, enfermería y todos los puestos claves. Todos los puestos claves
estaban en sus manos. En el reparto del rancho, se descubrió que recibían lo
mejor en cada ración. Para que fueran identificados, llevaban el pantalón por
debajo del calcetín. Así, los que eran del partido comunista llevaban el
calcetín por encima del pantalón, el repartidor cuando le veían uno de ellos,
ahondaba el cazo sacando lo poco que hubiera. Si no llevaba el calcetín por
encima, metía el cazo, pero sin ahondar, con lo que la ración se reducía a
calducho simplemente. Se denunció ante las autoridades de la prisión.
En la enfermería había un médico, muy buena persona, que era preso. A mí lo que me daban era leche y pan, porque no podía comer otra cosa. Yo no comía rancho. Esos dos litros de leche siempre eran mejor que lo que se comía allí. Yo no salía de la enfermería a la calle porque creíamos que nos iban a matar. Preferíamos morir allí dentro. Ni siquiera queríamos ir ni a hospitales ni nada. Yo podía ser operado, pero me quedé allí. El puente de plata que me sujetaba el maxilar se me rompió. Mi boca quedó sin posibilidad de arreglo. Yo estaba a ración de leche. De cuando en cuando venía el médico de la calle, el forense, a visitar a los enfermos. Siempre me la quitaban. Yo no podía comer, no podía masticar. Me llevaba unos cuantos días sin comer hasta que caía enfermo con fiebre. Y nuevamente don Federico, que así se llamaba, me ponía otra vez a leche. De noche, cuando me acostaba, a lo mejor un dulce me lo comía debajo de la manta, sin que me viesen. Cuando tenía dinerillo compraba y algunas veces compraba bellotas de encina que vendían allí. Como no podía masticar la hacía polvo y así me la comía. Allí moría gente todos los días. En la galería cuando por la mañana los oficiales empezaban a echar gente a los patios aparecían los muertos. Le daban una patada y no se levantaban. Cogían a dos gitanos, supersticiosos como son, para que trasladaran a los muertos. Iban con las mantas, los cogían y mirando para otro lado, lo trasladaban.
Don Federico del
Castillo, ese era el nombre del médico. Tenía una calle en Jaén. Tenía un
hermano que estaba en la clase con nosotros. Asistíamos a clases de
matemáticas, dibujo, contabilidad, de todo. Los profesores eran presos
también. Hombres con carreras, muy preparados. Yo asistía a todas las clases,
porque de esa manera se me pasaba las horas y los días, y no me daba cuenta.
Salía de la clase y compraba papel higiénico, un papel higiénico que era muy
fuerte, con brillo, muy barato y con un lápiz hacía los ejercicios, y esas
cosas. Las clases eran de una hora todos los días. Salía de una clase y me
metía en la otra. Los pocos conocimientos que yo tengo se lo debo a la
cárcel.
Recuerdo que estando en el frente, llegamos a un pueblecito que se llamaba Santiago de Calatrava; estaba abandonado y movidos por la curiosidad, como todos los chavales jóvenes, entramos en una escuela, donde había muchos libros por el suelo. Allí recogí un libro. Era una enciclopedia. Tocaba tantos temas para mí desconocidos, que me la llevé, con unos pocos de papeles y cosas de esas. Siempre las llevé encima, incluso cuando iba al frente llevaba un canasto de mimbre como los de los gitanos, como si fuera un macuto y allí llevaba mi enciclopedia. Los demás se reían de mí.De la cárcel provincial nos trasladaron a un convento que le decían de Santa Clara, donde había monjas. No hacían de carceleras, cumplían su misión. Éramos rojos y nosotros teníamos muy poco de cariño, muy poquito, ninguno, de parte de ellas. Aunque no puedo decir que nos hicieran daño. Había mucha gente, pero con menos preparación. Volvimos a organizar aquello, aunque sin catedráticos. Los que sabíamos algo lo enseñábamos. Yo a los semianalfabetos. A los que estábamos de profesor le daban un cazo más de comida que a los demás presos. Había un preso común que quería entrar de profesor, buscando un cazo de comida más. Nos puso una denuncia a todo el que daba clase de francés, diciendo que dentro de las clases se estaba preparando una fuga. Era muy peligroso, por ese motivo, nos podían fusilar. Era tanta la miseria, que en el patio de la cárcel, que era muy húmedo, había unos bidones llenos de agua con escarcha, casi helada. Nos formaban allí en grupitos, para despiojarnos. Recuerdo que allí, en la provincial, de noche cuando nos acostábamos empezaban las chinches a bajar por las paredes. Se cogían a montones. En el convento de Santa Clara, los que más miseria tenían eran los que tenían muy mala alimentación. Esa gente no era de allí, porque los que eran de allí más o menos la familia siempre le arrimaba algo. Había criaturas que no cogían nada. Se notaba en lo delgado que estaban. A los más débiles no había forma de despiojarlos. A estas criaturitas, se las llevaban al patio ese de tanta humedad, donde estaban los barreños llenos de agua, de escarcha y con el cubo rompían el hielo y empezaban a echarles cubos de agua allí encuero. Estas gentes, débiles como estaban, caían enfermos y muchos morían. Teníamos miedo incluso que nos cogieran y nos apartaran para despiojarnos.
La denuncia de la
fuga se hizo efectiva. Cogieron
una lista y empezaron a nombrar a los que asistíamos a clase de francés.
Éramos quince o veinte. Nos sacaron del patio aquel y nos llevaron dentro, a
la oficina, y nos hicieron una ficha. Sin saber a qué venía, sí nos extrañaba
que hubiera muchos guardias civiles. Nos temíamos que era un traslado.
Dijeron que no nos harían falta los petates y nos trasladaron por las calles
de Jaén. Nos sacaron del convento, nos llevaban amarrados, de día, y nos
llevaron nuevamente a la Provincial. Pensamos que nos iban a fusilar. Nos
metieron en la celda, allí ya castigados. No sabíamos nada. Un elemento más
de tortura. Nadie nos explicaba nada. Entre nosotros iba un muchacho de Jaén
y entre los guardias había un conocido de su familia. Probablemente tendrían
algún conocido con influencias, porque empezó a moverse algo. Nos estuvieron
sacando uno a uno y nos tomaron declaración. Ahí fue donde se descubrió el
asunto de la acusación de que estábamos preparando una fuga. Finalmente,
supimos que había sido el preso común el de la falsa denuncia, porque tenía
mucha hambre. Así lo confesó.Allí tenían la costumbre de llamar a los que
estaban condenados a muerte. Los sacaban de las celdas para meterlos en
capilla. Y después iba el cura a confesarlos. Jugaban con las personas y con
la confusión de los nombres repetidos. Leían repetidas veces el nombre sin
los apellidos, creando el miedo en todos los que así se llamaban. Cuando de
noche, en que ya estaba todo tranquilo, abrían y cerraban la celda con golpes
fuertes y secos, como si fuera un cañonazo, el resto de los presos, en los
patios, nos manteníamos en silencio. Escuchábamos el ruido y sabíamos que
habían sacado a algunos. Era la despedida: En silencio hasta que ya terminaba
la operación. Una de estas noches, la leche de mi ración se había cortado y
la de la cena no me la habían traído, estaba ya acostado en el patio, casi en
el centro, cuando sentimos que las celdas se estaban abriendo y cerrando.
Nuevamente sacaban condenados a muerte. Algunas veces se llevaban también
gentes de las que estaban en los patios. Aquella noche pude comprobar
el terror de sentirse la muerte de cerca. El guardián de la enfermería que
casualmente era nuevo, empezó a llamar a JUAN PERALES LEON. Pensé que era
mi hora. Empecé a vestirme, a despedirme de los compañeros, a sacarme lo que
guardaba para repartirlo. No hacía más que mirar hacia el rincón, como
buscando una escapada. Uno de los que estaba allí en la puerta, que era de
donde me daban las voces diciendo mi nombre, le dijo que dijera que era para
que fuera a recoger la leche. Estaba muerto y había resucitado. Mi reacción
fue el cagarme en su puñetera madre, añadiéndole el hijo de la gran puta. No
era para menos. Ni tomé leche ni tomé nada.
Pasan los meses y
una noche soñé con una serpiente muy grande. Venía por la carretera, por el puerto de levante avanzando, muy grande
y con muchos colores, muy brillantes, muy bonita. Tuve aquel sueño aquella
noche. Me preocupé. Siempre había escuchado que si sueñas con culebras es
algo malo. Estaba lloviendo aquel día cuando, sobre las once, llega un
oficial llamándome. Sin más explicaciones, me envían al juzgado. Hasta ese
momento no había hecho ninguna declaración, entre otros motivos, porque en el
juzgado trabajaba un compañero de prisión, socialista creo, Manuel Reina,
ferroviario, condenado a seis años por asociación ilegal, que procuraba que
mi expediente siempre estuviera en el fondo, de los últimos, evitando que me
juzgaran. Cuanto más tarde fuera juzgado, la situación sería menos complicada
y por tanto, la pena más suave. Me indicó que en mi expediente aparecían
personas de Alcalá que me querían ayudar. Después supe que eran Cristóbal Alberto
y José Espinosa. No podía retener más el expediente. Se la estaba jugando.
Cuando llegué al juzgado, me encontré un hombre sentado en la mesa, grueso, con una cabeza gorda, muy gorda. Me quiso parecer uno que era muy amigo de un tío mío, de José Valle, hermano de mi abuela, que era teniente en Cádiz. Don Pedro Ruiz, me quiso parecer. Y antes de que me dijera nada le pregunté que si era don Pedro. «¡Cuando yo te hable, entonces me contestas!», fue su respuesta. Me dejó sin habla. Le expliqué que lo había confundido. Era él. Finalmente, ni me tomó declaración ni nada. Estuvimos hablando de Alcalá y de los conocidos. Estaba allí de Juez, en Martos. Conmigo se portó bien. Dos o tres días después me llamó y me dijo iba a Cádiz: Le mandé recuerdos a mi familia. Me parece que luego lo trasladaron a Cádiz, pero me recomendó a un teniente juez, Riero, que era de Huelva. Y este teniente, cuando ya pasaron unos días, me llamó, me tomó declaración. La hice lo mejor que pude. Siempre mantuve que había sido hecho prisionero. Y además, tenía a mi favor el haberme presentado de forma voluntaria. Me defendía, aunque fueran mentiras. Cuando te defiendes las mentiras están autorizadas. Pasados unos cuantos meses, me llamaron al centro, a las oficinas, y un capitán jurídico me proponía ponerme en libertad condicional, si firmaba. Le dije que yo no firmaba, que yo no había cometido delito ninguno, porque estaría admitiendo una condena de doce años y un día. Tras la negativa, me fui al patio. Cuando los compañeros se enteraron de que no había firmado y por tanto había renunciado a la libertad condicional, me dijeron que estaba loco. Me insistieron tanto que finalmente me convencieron. Firmé y salí en libertad condicional. Estábamos en diciembre de 1942. Había estado preso tres años, tres meses y diecinueve días. Ingresé nuevamente el 2 de julio de 1945, siendo juzgado el 4 de diciembre del mismo año por el Consejo de Guerra de Jaén, causa el nº 649/45 y sentenciado a la pena de un año, por el delito de subversión y propaganda ilegal y puesto en libertad y excarcelado el 23 de noviembre de 1947.Viví en Alcaudete. Allí nació mi hijo Juan. También Margarita. Me dediqué a vender cuadros y ampliaciones de fotos. Los primeros días en libertad los pasé descansando y reponiéndome un poco. Estaba muy delgado y débil, a pesar de que me llevaban de comer. Todas las semanas Manuela iba a verme y me llevaba un cesto con comida, que solidariamente repartía entre mis compañeros, al igual que ellos hacían. No conocía nada más que las faenas del campo, de la forma que aquí se labra la tierra y no mucho más. Siempre trabajé como independiente, en invierno iba a echar boliches de carbón, en verano a segar o a las corchas. Nunca había trabajado en un cortijo.
La militancia
política nunca la abandoné. Aún hoy, viejo y cansado, la mantengo. Recibíamos propaganda e incluso organizamos un
plenario en Jaén. Teníamos un enlace, que era una mujer mucho mayor que
nosotros. Una de las veces, vino un delegado de la CNT desde Sevilla a un
plenario, que celebramos en Jaén. En mi caso y aprovechando mi actividad de
vendedor de cuadros, permitía mayor facilidad para las reuniones y demás. Una
noche cogí el tren hacia Jaén. Tenía la dirección de la calle donde se iba a
celebrar la reunión. Era una casa de vecinos. Habíamos fingido que el que
vivía allí estaba enfermo y el resto acudíamos a visitarle. Nos reunimos en
torno a quince compañeros con el delegado que venía desde Sevilla. Luego,
como delegado, los acuerdos los comunicaba al resto de los compañeros. Estábamos
todos, socialistas, anarquistas, organizados contra el fascismo.
A la aldea llegó un
maestro de escuela. Le decían Kirico de la Cruz Martínez. Se introdujo en
nuestro grupo y nos traía propaganda de la CNT desde Granada. Su valentía y
el hecho de que la propaganda viniera desde Granada y no desde Jaén, que era
lo habitual, levantó algunas sospechas de que pudiera ser un infiltrado. Yo
les advertí que tuvieran mucho cuidado. También a mí me parecía extraño. Me
temía que podría ser una trampa como así finalmente fue. Yo les pedí que a mí
ni me nombraran en una reunión que iban a celebrar. Mientras celebraban la
reunión, llegaron un montón de guardias civiles. Cayeron todos en la redada y
al cuartel de la Guardia Civil. Allí les dieron una de palos impresionante,
hicieron con ellos barbaridades. Uno de ellos, Pepe se llamaba, tenía la piel
pegada a la camisa de lo que le hicieron. A otro que era socialista, un
hombre alto, fuerte, de campo, tranquilo, de esos hombres que no se alteran
por nada, se llamaba Manuel Molina. Lo cogieron y le amarraron los brazos
atrás y con una cuerda amarrada en las esposas a una garrocha, tiraban de él
y lo subían. Le doblaban los brazos hacia arriba con lo que pesaba y veían
que no aguantaba más, lo bajaban otra vez. Le echaban unos cuantos cubos de
agua, lo reanimaban y vuelta a empezar. Este fue el que me denunció a mí, a
otro muchacho que había allí, que era republicano, y a la mujer que teníamos
nosotros de enlace. Así, a los tres o cuatro días apareció la Guardia Civil.
Yo estaba almorzando y vi llegar a Hilario, que así se llamaba uno de los
guardias civiles. Recuerdo que comía una manzana. Me dijeron que les
acompañara, que tenían que hacerme unas preguntas. Y me llevaron allí al
cuartel de la Guardia Civil en Alcaudete. Me hicieron perrerías. Procuraba
siempre proteger mi cara y mi boca. Me dieron palos por todas partes. Yo
gritaba para que se me escuchara desde la calle y dejaran de pegarme. El
cuartel estaba junto a la plaza de abastos. Me preguntaban sobre la organización.
Me mantuve en la negativa de que no sabía nada. Ignoraba que el otro ya había
confesado.
Del cuartel pasé nuevamente a la cárcel. Me incomunicaron en una celda. Podía ver las otras celdas del piso de arriba y que en una de ellas estaba la mujer que nosotros teníamos de enlace. Sabía que no estaba solo, había también otro muchacho. Estuve allí unos días y luego nos trasladaron a Jaén. Era el 2 de Julio del 45. Nos metieron unos quince días en celdas, aislados, como prevención de los posibles contagios. Tenía todo el cuerpo lleno de moratones, como si fueran habichuelas pintas. Ya en el patio contacté con los otros presos y me contaron lo que había pasado y lo que les habían hecho a ellos. El que me había delatado quería hacer una declaración jurada diciendo que yo no era responsable. Lo vi en la cárcel. Siguió siendo muy amigo mío.
Cuando nos tomaron
declaración, mantuve lo mismo que en el cuartel. Lo había negado todo. Y
repetí como respuesta a cada pregunta «me ratifico en lo declarado ante la
Guardia Civil». Me pidieron que firmara una declaración en la que se me
acusaba de ser el responsable y cabecilla de todo. Me negué a firmar. Con la
pluma en la mano me dirigí hacia una ventana con la intención de que pensaran
que me iba a tirar. Surtió efecto, porque me agarraron y admitieron que
firmara lo que había declarado. Creo que pensaron que me hubiera tirado de
verdad y se convencieron que decía la verdad. De no haber sido así,
probablemente me hubieran fusilado. La acusación era muy grave.
En el consejo de
guerra, recuerdo que dije que el tribunal tuviera en cuenta que era de Alcalá
de los Gazules, de la provincia
de Cádiz, que allí siempre había existido la CNT, que nunca había pertenecido
el partido comunista. En Alcaudete, donde residía, la CNT no había existido
nunca, todos eran socialistas y comunistas y demás, pero la CNT nunca;
entonces, argumentaba yo al tribunal que cómo era posible que un individuo
que pertenecía a la CNT fuera a recibir a un delegado de la CNT, si allí, en
Alcaudete, no existía. Esa fue mi defensa. Aporté además una declaración
jurada del muchacho que me había denunciado, donde decía que lo había
declarado bajo tortura. Pensé que me iba en libertad, pero al ser
reincidente, no pudo ser. Me condenaron a un año de prisión por asociación
y propaganda ilegal. Salí en libertad el 23 de noviembre de 1947. Había
cumplido dos años, cuatro meses y un día. Me acumularon parte de la
anterior condena. Y porque, según dijeron se había perdido el testimonio de
condena.
Recordaré siempre
cuando me trasladaron a la cárcel de Guadalajara. Lo hicimos en un tren
escoltados por la guardia civil. Un tren cochinero, donde transportaban
ganado. Nos llevaron amarrados con alambres y argollas, como si
fuéramos animales. Cuando llegábamos a alguna estación, escuchábamos cómo se
referían a nosotros: «un vagón de rojos». En las estaciones, el trato de
las gentes no era malo, todo lo contrario. A las mujeres no las dejaban
acercarse. Seguramente nos hubieran dado agua o algo de comida. Llegamos a
Madrid, creo que a la cárcel de Carabanchel, y estuvimos allí como de
transeúntes. No sabíamos dónde íbamos.
Guadalajara era un penal viejo, mucho peor que Jaén. Por la mañana, diana, y al patio. Había presos por todos lados, por todas las galerías. El patio estaba lleno de nieve. Siempre con mucho frío. No nos dejaban salir con las mantas. Teníamos que estar con el traje de penado, de tela gris de mala calidad, con gorro incluido. Estábamos en el patio desde por la mañana. Solo podías pasear, tuvieras o no ganas o fuerzas. El frío no permitía que estuvieras sentado o tumbado. Escribí a unos primos en Cádiz, algunos de ellos eran zapateros, pidiéndoles que me mandaran unos zapatos, porque pasaba mucho frío con las alpargatas. No me contestaron. Muchas veces me he preguntado el porqué. Nunca les pregunté. Mezquindad, miedo. No lo sé.
Desde el penal,
salían expediciones para trabajar. Todos los presos querían salir, porque
reducía la pena y porque salir de allí ayudaba a que el tiempo fuera más
rápido. También era mejor la comida. En el penal pasábamos hambre. Muchas
veces pensé hasta en los huesos de las aceitunas, aun teniendo la boca como
la tenía. Muchas de las expediciones iban para Cuelgamuros. Allí iban
sobre todo los condenados a muerte. Los trabajos eran más peligrosos. A
mí nunca me admitieron por el tiro en la boca.
El trato era
normal. Si te mandaban al patio, no podías cuestionarlo porque entonces venía
el castigo. Tenías que doblegarte a todo lo que los funcionarios ordenasen.
No había otra alternativa. Llegó un momento en que la comida era muy mala y
muy escasa. Ni se podía comer.Hicimos la primera huelga de hambre que hubo
dentro de las prisiones. Poco a poco fue tomando fuerzas, hasta que una
noche nos pusieron de comer unas gachas de harina con altramuces, muy
amargas, con muy poco aceite y de postre, nunca nos daban postre, unos higos
pasados secos. Aquello no se podía comer. La decisión se tomó aquella misma
noche. A la mañana siguiente, ante el reparto, no pusimos los platos, pasando
de largo. El oficial que estaba allí presente no dijo nada. Cerró la puerta y
nos quedamos en el patio incomunicados. Luego bajó el director de la cárcel,
que nos dio una pequeña charla. Nombramos un portavoz y el plan era que la
comida no se podía comer. Estuvimos ocho días. Por la mañana, nos
ofrecían el café, pero nadie lo cogía. Igual con el almuerzo y la cena.
Cuando llevábamos seis o siete días, te machaca el hambre. Se puede resistir.
Perdí peso, me quedé aún más delgado, más demacrado. La piel se oscurece,
como la de los gitanos. Me acordaba del color de la cara del Santo Entierro
de Alcalá. Frecuentemente, me venía a la memoria. Al octavo día se
solucionó. Prometieron que tanto el trato como la comida mejorarían. Para ir
haciendo estómago, nos dieron agua con arroz y nos incomunicaron en las
celdas. Prácticamente, al poco tiempo, todo seguía igual. Los funcionarios se
llevaban parte de las raciones que nos correspondían. Incluso incomunicados,
nos empezamos a comunicar. En un principio, a través de los váteres, situados
en cada una de las celdas. Limpios y sin agua, permitían la comunicación
entre una celda y la siguiente. Pero necesitábamos utilizarlos para nuestras
necesidades. Así que tuvimos que inventarnos otro método. Con un alambre
gordo empezamos calando de un tabique a otro. Con mucha paciencia hicimos un
pequeño agujero que nos permitía meter y pasarnos papeles enrollados como
cigarros en los que escribíamos nuestros mensajes. Los petates puestos sobre
la pared, cubrían los huecos. De celda a celda, la comunicación era completa.
También tapábamos los agujeros con migas de pan y el caliche de la pared.
Había también otros procedimientos que incluso se han visto en algunas
películas.
Salí en libertad
una mañana. Tenía muy poco
dinero. Me fui a la estación. Tenía la dirección de nuevos compañeros de
Madrid. Estaba deseando que llegara el tren para marcharme. Estando cerca ya
de Madrid, se me presentó una señora de unos cincuenta años, que entabló
conversación conmigo, preguntándome de dónde venía y demás. Desconfiado, mis
respuestas fueron secas y esquivas. Después llegó un joven, que también
entabló conversación. Era grueso y fuerte. Desde el principio, sospeché de
él. Tanto la mujer como el joven extrañamente se mostraban solidarios conmigo
e intentaban que les diera datos. Incluso la mujer, me ofreció su casa para
que me quedara aquella noche. Finalmente, le dije que lo que quería era
llegar a mi casa y coger el tren de Andalucía lo más pronto que pudiera. Me
vine directo para donde estaba mi mujer. Llegué a Cádiz y cogí el correo para
Alcalá. A la gente no la conocía. Habían pasado ya doce años desde
que marché. Creo que algunos de los que iban en el correo me reconocieron,
pero evitaron el contacto. Yo venía de la cárcel y era un rojo. Me estaban
esperando mi madre y Manuela. Fue muy emotivo: besos, abrazos. Algunos
familiares vinieron a saludarme a la casa. Otros, conocidos de antes, incluso
de derechas, no me negaron el saludo. Alberto o el propio Chiquito, el
zapatero, que era falangista y muy buena persona, su hermano también vino a
verme. Sin embargo, la gente de izquierdas, amigos míos, me rehuían.
Seguramente sería por el miedo. Yo con el único que me paseaba era con tu
padre.
Mi dificultad para
comer masticando me complicaba el poder aceptar algunos trabajos. Tenía que
trabajar. Tenía que hacer algo. Me había quedado sin nada. Yo mantenía el
contacto con la casa cuando estuve vendiendo cuadros en Alcaudete. Les
escribí y les conté lo que me había pasado, que yo era un preso político, que
no era un preso común. Tenía una ampliación de una foto de cuando yo era
soldado. Estuve mirando y viendo las opciones de dedicarme nuevamente a la
venta de los cuadros. La Moma, que iba vendiendo ropa por los campos de
alrededor, tenía muy buenos conocimientos y era muy conocida. En los primeros
días la acompañaba, me sentía protegido y me ayudaba a que la gente me
recibiera sin temores. Llevaba cafés y cuatro cosillas de esas que la gente
necesita. Iba, además, con mis cuadros. Ofrecía las ampliaciones y así pude
ir defendiéndome e iniciando lo que luego sería «La Joya». Ésta es mi
historia.
* * *
Los procedimientos
sumarísimos de Juan Perales León
En 1990,
acogiéndose a los beneficios prevenidos en la Disposición Adicional
decimoctava de los Presupuestos Generales del Estado, Juan Perales León
solicita los datos necesarios para ello. La respuesta de la Subdirección del
Centro Penitenciario de Cumplimiento de Guadalajara, resume su historial
penitenciario:
Afortunadamente hoy
contamos con los dos expedientes al completo. Solicitados a la Dirección
General correspondiente, me fueron enviados ambos en formato digital. Son
documentos, en muchos casos deteriorados y difíciles de leer, que confirman
los detalles narrados por Juan Perales: El procedimiento sumarísimo de
urgencia número 42.113, de la 2ª Región Militar, plaza de Jaén, por un delito
de Rebelión Militar y la Causa 649/45 por Asociación y propaganda ilegal.
A una vida ya
«jodida», se le añadió la sinrazón de una administración burocratizada y
lenta, y la pena de UN AÑO por Asociación y Propaganda Ilegal, se convierte
en casi un año más. En los documentos de Sumario se incluyen dos cartas
firmadas por Juan Perales en las que en primer lugar, con fecha de 22 de mayo
de 1947, solicita una nueva audiencia en vista de que no ha sido puesto en
libertad y en segundo término, de fecha 3 de septiembre del mismo año,
preguntando nuevamente a qué se debe su retenimiento. Contamos, igualmente
con el documento expedido con la liquidación de condena, donde claramente se
anotan los días pasados en prisión, excedidos de la condena.
La documentación y la información que aportan los expedientes de ambos procesos permiten reconstruir muchos de los detalles relatados en las memorias de Juan Perales. Están todos los datos. La administración de la justicia militar recopila de forma casi maniática información, aunque en muchos casos, de forma repetitiva. Entre éstos, contamos con un cuadro donde se recogen las «vicisitudes penitenciarias» del penado. Recojo las más significativas:
Destacan, además,
de ambos procedimientos, documentos a los que me quiero referir, por su
significación y por su interés.
En Alcaudete, a 4 de agosto de 1939, firma su primera declaración. Se informa una vez recibido del comandante del Puesto de la Guardia Civil de Alcalá de los Gazules, que se procedió a la «detención del individuo que dice llamarse Juan Peales León, de veinte y cinco años de edad, amancebado, natural de Alcalá de los Gazules y vecino de ésta, del campo, manifiesta que es cierto que fuera de izquierdas por pertenecer a la CNT, antes y durante el Movimiento, pero que no coaccionó nunca a nadie, en huelgas dice que él intervino como es natural, que iban todos y que él tenía que ir también, ya que no podían seguir trabajando; en actos de propaganda sólo iba a escuchar a los oradores que llegaban; que es cierto que se pasara por el frente de Málaga a la zona roja, acompañado de otros dos individuos con los cuales estuvo dos tardes antes obligándoles a que se marchara a la zona roja con ellos, que fue lo que hizo». Fechado en Alcalá de los Gazules, el 11 de noviembre de 1939 y el 24 del mismo mes y año, el entonces alcalde, Isidro Castro Puelles, y el jefe local de Falange, Juan Armario, informan en ambos casos al Juzgado Militar nº 8 la Plaza de Jaén, en los siguientes términos: «propagandista peligroso de las teorías marxistas, estando afiliado a la CNT, no teniéndose noticias de su intervención directa en otros hechos delictivos», recogía el informe de Isidro Castro. «era un elemento destacado de la CNT en esta localidad, sin que conste tomara parte en desmanes, así como tampoco las causas de su internamiento en la zona marxista. Estimo pueden dar noticias de la actuación de este individuo los señores José Espinosa y Espinosa y Don Cristóbal Alberto Romero, farmacéutico e industrial establecidos en ésta», apuntaba Juan Armario. El juez municipal de Alcalá de los Gazules, Juan Montes de Oca y Montes de Oca, será el encargado, y así lo manda y firma, de recoger las declaraciones de los vecinos apuntados por Juan Armario, en abril de 1940.
Tanto José Espinosa
y Espinosa, de 43 años, casado, farmacéutico, como Cristóbal Alberto Romero,
de 54 años de edad, industrial, dicen lo mismo: «conocen a Juan Perales León
y que se distinguía en su ciudad por sus ideas avanzadas, haciendo gran
ostentación de las mismas, siendo por tanto su actuación política social en ésta
de calidad bastante mala». Desconozco si Juan Armario apuntaba estos dos
nombres pensando en que hablarían bien de Juan Perales o todo lo contrario.
Lo que sí pensó siempre Juan Perales era que estas dos personas habían
hablado bien de él y que por tanto le habían ayudado, como nos recuerda en
sus testimonios.
En enero de 1940,
el gobernador Civil de Málaga, recopilando la información recibida, se dirige
a los servicios de Justicia de Jaén en los siguientes términos: «remite
tarjeta de Concentración de cuadros de Defensa Combativa CNT FAI Fuerzas
libertarias extendida a nombre de Juan Perales León, vecino de Alcalá de los
Gazules, actualmente detenido en la Prisión Provincial de esa Plaza» (Patio
de los Abogados). Añade que «el individuo de referencia, observó una conducta
irregular, significándose en cuantos actos de carácter extremista se
celebraban, por lo que tuvo que ser amonestado en distintas ocasiones por la
Guardia Civil. Se dedicaba a efectuar una intensa labor favorable a los
ideales marxistas siendo siempre designado para el reparto de propaganda
impresa de los ideales extremistas. Iniciado el Glorioso Movimiento Nacional,
su reemplazo fue movilizado e incorporado al ejército Nacional, al poco
tiempo desertó en unión da varios extremistas, huyendo a lo que fue ejército
rojo, ignorándose la actuación que posteriormente haya desarrollado».
Se le toma declaración, en Jaén, el 18 de abril de 1940. Contaba con 26 años de edad. Preguntado convenientemente y exhortado a decir la verdad –así se expresa el texto jurídico–, contesta «que le sorprendió el Glorioso M. N. en el pueblo de su naturaleza de donde ingresó en el ejército nacional siendo trasladado al frente de Estepona, donde dos compañeros de su misma unidad lo pasaron al campo rojo, haciéndolo de una forma obligada. Con anterioridad al Glorioso M.N., pertenecía a la CNT y una vez iniciado el Movimiento a ninguno. Que en algunas ocasiones ha asistido a algunas huelgas, pero no a todas y que asistía a las mismas pues en caso de no hacerlo sería expulsado de la organización. Que en ninguna ocasión ha hablado mal del Movimiento». Cita como personas que puedan garantizar su conducta político social a Manuel Martínez (panadero) y a Miguel «Moragas», ambos domiciliados en la Calle Alta de Alcaudete. «Que no tiene más que decir».
Declaran ambos el 7
de mayo. El primero dice que «sabe y le consta que el mismo durante su
permanencia en esta población ha observado buena conducta mostrándose en todo
momento como persona de orden y amante de la justicia». Miguel de la Rosa
Arjona, alias «Moragas», declara que «nunca observó mala conducta, ha sido
persona de orden y amante de la justicia, ignorando el que habla cual haya
sido su comportamiento fuera de la población, así como si ha intervenido o no
en algún desorden de los cometidos por los rojos».
El informe de la
Guardia Civil de Alcaudete en respuesta a la petición de los correspondientes
informes, está fechado el 7 de mayo y es negativo, en el sentido de no
encontrar nada respecto al encartado Juan Perales León, por ser desconocido.
En octubre de 1940,
en telegrama dirigido al Juzgado de Alcaudete, el jefe de la Policía Local de
Alcalá de los Gazules, informaba en estos términos: «izquierdista furibundo,
autor de coacciones, huelgas, perteneciente CNT, propagandista radical de tal
partido, incorporado ejército nacional se fugó con otros en frente de Málaga,
pasándose a las filas rojas, antes de 1936 conducta societaria malísima».
El auto de
procesamiento, fechado a 24 de julio del mismo año, 1940, recoge su
pertenencia a la CNT, su significación en huelgas, la movilización en su
reemplazo y la deserción en el frente de Estepona, hechos estos constitutivos
de un delito de Rebelión Militar, según el Código de Justicia Militar.
El siguiente
documento de interés nos lleva casi a dos años después, 13 de marzo de 1942.
La indagatoria, cuando contaba con 28 años. Estatura 1,59. Cejas pobladas,
ojos pardos, barba cerrada. Como señas particulares tiene «deformación de la
barbilla con toda la dentadura inferior postiza». Declara que «se afirma y
ratifica en las declaraciones que tiene presentadas, menos en lo referente a
que voluntariamente se pasase al ejército rojo, puesto que si pasó fue porque
le obligaron dos individuos extraños, que lo encontraron entre las posiciones
Nacionales y en retaguardia, de los que una vez al llegar al pueblo de Málaga
pude hacerme cargo de que eran rojos, en cuyo pueblo estuve detenido unos
días y por hallarme enfermo me evacuaron al hospital de Málaga. Que no ha
intervenido en hechos delictivos y sí sólo en algunas huelgas por pertenecer
a la CNT. Que se encontraba destinado en el regimiento de Cádiz número 33.
Que cuando fue dado de alta del Hospital y que aprovechando que la Aviación
Nacional bombardeaba dicha capital, salió del Hospital, marchó a Almería y de
esta a Jaén. Incorporándose en la setenta y nueve Brigada que se encontraba
en el frente de Martos, marchando con la misma a Levante».
Constan los
mandamientos en que se ratifica la prisión, donde «se razona la peligrosidad
de Juan Perales León». Fechados el 20 de febrero y 6 de mayo de 1942.
Las diligencias a
cargo del teniente Juez Instructor, Don Miguel Harriero Pavón están fechadas
el 9 de septiembre de 1942. En ellas se recogen los hechos declarados por
Juan Perales León.
El auditor, en octubre del mismo año, eleva a plenario la causa y ratifica la prisión preventiva, resolviendo que deben pasar al fiscal jurídico militar los Autos, siéndoles aplicables los artículos 656, 657 y siguientes del Código de Justicia Militar.
El fiscal
jurídico-militar considera los hechos probados y constitutivos de un delito
de auxilio a la rebelión, previsto y penado en el artículo 240 del Código de
Justicia Militar. «Considera responsable del delito al procesado, no
concurriendo circunstancias modificativas de la responsabilidad criminal.
Propone que se imponga una pena de reclusión temporal con las accesorias
legales, sin perjuicio de las resultancias que puedan derivarse de las nuevas
diligencias que se solicitan. Procede conmutar una pena de seis años y un día
a doce años de prisión mayor […] Que sea abonable el tiempo de prisión
preventiva sufrida. Se le exigirá responsabilidad civil que se hará efectiva
en la forma y cuantía que determinen las disposiciones legales vigentes.
Queda concretada la pena a doce años de prisión mayor con las accesorias de
privación de todo cargo y del ejercicio del derecho de sufragio durante el
tiempo de duración de la condena y siendo la misma de una cuantía no inferior
a la de doce años y un día […]».
Finalmente, el
fiscal, «en virtud de la cuantía de la pena que en su día puede corresponder
al procesado, procede acordar la libertad provisional del mismo». Firmado en
Sevilla, a 10 de octubre de 1942.
El 7 de diciembre, el director de la Prisión Provincial de Jaén comunica la puesta en libertad del detenido, comunicándole la obligación de presentarse en el juzgado de Alcaudete. Como bien recordaba en su relato, finalmente firma y acepta la pena impuesta a cambio de la libertad. Así lo recoge el auditor, en escrito firmado en Sevilla, a 19 de diciembre de 1942. Igualmente, el capitán general de la Región, firma a 31 de diciembre del mismo año. En la diligencia de liquidación de condena, se refleja que cumplirá su condena a primeros de agosto de 1951. El siguiente documento que presento hace referencia alprocedimiento por el que se le condena a Juan Perales, como bien relataba, junto a un grupo de detenidos. Es el sumarísimo 649/45. Todos se encuentran en prisión preventiva, procesados por el supuesto delito de asociación y propaganda ilegal. El Consejo de Guerra se reúne el 4 de diciembre de 1945, en Jaén, y son juzgados:
Los procesados
Manuel Molina García, José Escucha (Escuela) Quintero, Antonio Marín Coronado
y Antonio Delgado Jurado, todos ellos de antecedentes izquierdistas y
condenado el primero a la pena de dos años y en un día de reclusión menor por
su actuación durante el dominio rojo formaron una organización clandestina de
carácter local y orientación comunista en el pueblo de Alcaudete, recibiendo
la propaganda el José Escucha que la distribuía entre los demás.
El procesado
Alejandro Conde Puche condenado a la pena de doce años y un día de reclusión
menor por auxilio a la Rebelión militar, enviaba a los anteriores la propaganda
desde esta capital, unas veces directamente a Alcaudete, y otras por
mediación de la procesada Francisca Ballesteros González, que le servía de
enlace a tal fin.
El procesado Juan
Perales León, condenado por el mismo delito que el anterior a la pena de doce
años y un día de reclusión menor, estaba en relación con la organización
comunista referida, anunciando a Manuel Molina la próxima llegada de un
enlace de Sevilla portador de más propaganda.
El procesado Arturo
García Padilla, condenado a veinte años de reclusión menor. También por
auxilio a la Rebelión, celebraba reuniones en casa de Antonio Marín en la que
trataban de la organización del Partido Comunista.
Todos estos hechos
el Consejo de Guerra estima probados.
El fiscal jurídico militar, en sus conclusiones definitivas califica los hechos como constitutivos de un delito de auxilio a la rebelión militar y pide la imposición de la pena de doce años y un día de reclusión menor para todos y cada uno de los procesados y el defensor, de un delito de propaganda ilegal en cuanto a Manuel Molina García, José Escucha Quintero, Antonio Marín Coronado, Antonio Delgado Jurado y Alejandro Conde Puche, para los que pidió la pena de un año de prisión menor, suplicando por último la absolución de Juan Perales León, Arturo García Padilla y Francisco Ballesteros González, por estimar que no han cometido delito alguno. El Consejo de Guerra falla que se condene a los procesados Manuel Molina García, José Escucha Quintero, Antonio Marín Coronado y Antonio Delgado Jurado, a la pena de seis años y un día de prisión mayor; a los procesados Alejandro Conde Puche a la pena de tres años de prisión menor y a Arturo García Padilla, Juan Perales León y Francisca Ballesteros González a la pena de un año de la misma prisión menor, a todos ellos como autores de un delito consumado de auxilio a la Rebelión Militar, con las accesorias de suspensión de todo cargo público, profesión, oficio y derecho del sufragio durante el tiempo de la condena, sirviéndolas de abono para el cumplimiento de la misma la prisión preventiva sufrida por razón de estos autos.
El siguiente
documento, desde la Dirección de la Prisión Central de Guadalajara, se dirige
al capitán general de la Segunda Región Militar. Está fechado el 25 de enero
de 1947 y reitera la petición de la nueva liquidación de condena, dada la
especial situación del penado, que ingresado procedente de la Prisión
Provincial el 6 de diciembre de 1946, en su expediente aparece un oficio de
la citada prisión que trascrito dice:
Habiendo sido
licenciado definitivamente con fecha 28 del corriente, el interno de este
establecimiento, JUANPERALES LEON, por la condena que extinguía de 12 años
por el delito de Auxilio a la Rebelión causa nº 42113, Consejo de Guerra de
Jaén, por aplicación a la misma de los beneficios de indulto a que se refiere
el Decreto de 9 de Octubre de 1945, y quedando retenido en prisión en esta de
mi cargo, por tener otra condena de un año por delito posterior de asociación
y propaganda ilegal, puesta por Consejo de Guerra en Jaén, el 4 de Diciembre
de 1945 C/ nº 649/45, ruego a V.E tenga a bien ordenar se practique y remita
a esta Dirección nueva liquidación de condena por la causa posterior de un
año nº 649/45, ruego a V.E. tenga a bien ordenar se practique y remita a esta
Dirección nueva liquidación de condena por la causa posterior de un año nº
649/45 a partir del día 12 del corriente mes de septiembre fecha en que le
fueron concedidos los beneficios de indulto por la condena primitiva,
quedando nula la liquidación practicada, por El Juzgado Militar de
Ejecutorias de Jaén, con fecha 29 de Mayo del corriente año. Dios guarde a
V.E muchos años. Guadalajara 30 de Septiembre de 1946.
Fuentes
Archivo del Tribunal Militar Sevilla.
Sumarísimo 42.113. Legajo 611 nº 19.852.
Testimonio de Juan Perales León. 2003.
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