Pedro Luis Angosto |
El apolítico, vanguardia del
reaccionariado
nuevatribuna.es | 20
Junio 2013 - 19:29 h.
Un día de
1976 nos encontrábamos en clase de griego en el Instituto Público de Caravaca.
Dábamos etimología. El profesor, Don Juan Romera, preguntó a uno de mis
compañeros por sus ideas políticas. Un tanto perplejo y huidizo mi amigo le
dijo que él era apolítico. Don Juan, que era un magnífico profesor, le explicó
que eso no podía ser porque si era apolítico, era también apersona, que todas
las personas tenían ideas políticas y debían manifestarlas para combatir la
ignorancia y la indolencia y conquistar nuevas parcelas de libertad y justicia.
Luego nos leyó el célebre pensamiento de Bertolt Brecht: “El peor analfabeto
es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los
acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del
poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios,
dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro
que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política.
No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor
abandonado y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto,
mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”. Durante
el resto de la clase estuvimos debatiendo a Brecht llegando a la conclusión irrefutable
de que nadie podía ser apolítico y que quién así se definía eran personas
medrosas de ideología derechista muy próximas al lumpen, clase social sin
conciencia de serlo, situada por debajo del proletariado y dispuesta a hacer
cualquier atrocidad por cuatro perras para favorecer la estrategia del “amo”.
Se insiste
mucho en algunos medios no lobotomizados sobre la escasa contestación ciudadana
contra la brutal política antidemocrática –entendido el término en su sentido
literal y esencial- que está poniendo en práctica el partido que gobierna
España y los que gobiernan la UE. Se dice que por decisiones mucho menos
duras que las que hoy nos impone la derecha reaccionaria, hace treinta años se
habría armado la de dios es cristo. Unos afirman que es por el colchón
familiar, otros que por las pensiones de los abuelos, otros que por esa miseria
de 400 euros que se da a quienes ya no tienen derecho a la prestación por
desempleo. Y creo que son ciertas todas esas explicaciones, que el conjunto de
todas ellas hacen que quienes más estén sufriendo la crisis hayan entrado en
una especie de letargo que les impide reaccionar como las leyes de la
naturaleza obligan ante agresiones que ponen en riesgo la propia subsistencia y
la de tu prole. Pero con ser ciertas no impiden que haya otras causas que nos
ayuden a comprender porque ahora mismo el país, el continente no esté ardiendo
por los cuatro costados ni que los responsables –que tienen todos nombre y
apellidos- de esta inmensa estafa y de este bestial retroceso en el tiempo no
estén ahora mismo refugiados en la parte más helada de la Antártida.
Durante la
dictadura franquista el catolicismo lo impregnaba todo y consiguió meter en el
tuétano de los huesos de la mayoría de los habitantes de este país el virus de
la resignación. Recuerdo los increíbles “razonamientos” con que los clérigos
nos sermoneaban a diario para hacernos “buena gente” de mañana: “Si te rompes
una pierna, da gracias a Dios porque no ha querido que te rompas las dos”; “si
se te muere tu padre, da gracias porque Dios se lo ha llevado y todavía te ha
dejado a tu madre”; “si te acuestas con hambre, da gracias a Dios porque te
permite dormir…”. La resignación cristiana y la represión fascista fueron el
caldo de cultivo en el que creció el apoliticismo. Al criminal Franco se
atribuye aquella frase propia de un besugo que decía: “Ustedes hagan como yo,
no se metan en política”. Mientras, firmaba penas de muerte a destajo. El caso
es que durante los años anteriores a la muerte del tirano y los que siguieron
sólo unos cuantos cientos de miles de españoles se movilizaron y se la jugaron
para conseguir el regreso de la democracia. El resto, aunque duela decirlo, iba
a lo suyo, igual que hoy, recelando de cualquier persona que hablase de cambiar
las cosas, de libertad, de igualdad o de cosas tan peregrinas como el derecho
de todos a la Educación y la Cultura.
Los pactos de
la transacción, entre otros muchas cosas, obviaron la debida y obligada
atención que toda democracia debe a la Educación del pueblo, a elevar su nivel cultural
y excitar su espíritu crítico. Pese a todo, durante unos cuantos años, los que
van desde principios de los ochenta a la llegada de Aznar al poder, se crearon
magníficas universidades públicas, se restauraron cientos de teatros
abandonados, se fundaron universidades populares, casas de cultura y centros de
alfabetización, aunque, al mismo tiempo, se fueron entregando –sobre todo por
los gobiernos autonómicos, con competencia plena en la materia- parcelas
educativas cada vez mayores a la Iglesia, y la Iglesia católica española sólo
sabe de nacional-catolicismo, que para eso lo inventó. Ese prolongadísimo
descuido hizo reverdecer a partir de la década de los noventa la figura del
apolítico, esa persona que nos encontramos en el metro, el autobús, en el bar,
en la calle, vociferando y despotricando contra quienes intentan hacer leyes
justas y contra quienes en las calles exigen que la democracia lo sea de
verdad. El apolítico está en todas las clases sociales, es, como ahora se dice,
un ser transversal. Si tiene posibles y es de “buena estirpe” puede presidir
una cofradía de Semana Santa, un equipo de fútbol, una asociación de damas de
la caridad o, incluso, presidir un gobierno; si su extracción social es baja
puede ser excelente manigero, correveidile, intoxicador o desmovilizador social
en constante alerta, siempre pendiente de que “el amo” aplauda su voz y sus
actos a la espera de una canonjía o un puestecito para sus hijos y sobrinos en
la consejería que sea de la comunidad o ayuntamiento que sea. Es un ser
miserable, carente de ética, contrario a la moral pública, un ser primario muy
poco evolucionado al que no interesa cosa alguna que no esté muy directamente
relacionada con él o con los intereses del que “manda de toda la vida”. Luego
está, dentro del mismo gremio, una inmensa tropa de presuntos indiferentes que
nunca expresan sus ideas ni muestran interés alguno por la cosa pública, pero
que son al final quienes, con su ignorancia, indolencia, voto o abstención,
deciden quién nos va a gobernar a todos.
Aunque
parezca mentira, los efectos de la estafa financiero-ladrillera urdida por
Aznar, Rato y la banca española y mundial, además de los inmensos daños
económicos causados a la mayoría de los ciudadanos de este país, trajo un
destrozo si cabe mayor: El embrutecimiento radical de una parte sustancial de
nuestros conciudadanos, y el bruto es un “apolítico resignado” que siempre está
dispuesto a plegarse ante los abusos de los poderosos y a morder con saña a
quien se la juega luchando por el interés general, incluido el suyo. Son la
vanguardia del reaccionariado, el brazo armado de los sátrapas, corruptos y
malhechores de guante blanco y negro.
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