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20 mar 2012

MILAGROS RENDÓN MARTEL





Milagros Rendón Martel
Autor: José Luis Gutiérrez Molina


Milagros Rendón Martel, taquimecanógrafa de veintinueve años y nacida en La Habana, fue detenida en el Gobierno Civil de Cádiz la mañana del 19 de julio DE 1936, cuando, tras la llegada de las fuerzas procedentes de Marruecos, los golpistas se hicieron dueños de la situación. La resistencia en el Gobierno Civil y el Ayuntamiento cesó y sus ocupantes comenzaron a poblar la Prisión Provincial y, una vez colmatada esta, otros centros que se fueron abriendo, como las naves de la abandonada Fábrica de Torpedos junto al astillero o las bodegas del vapor «Miraflores», un carbonero incautado. Milagros fue la única mujer que se encontraba en el centenar de apresados entre ambos edificios. En el ayuntamiento lo fue su padre, el destacado dirigente comunista Francisco Rendón San Francisco. Como a él, la acusarían de disparar contra los asaltantes. Más aún, de haber sido la autora del disparo que causó la única víctima mortal que tuvieron los sublevados esos días: el corneta Rafael Soto Guerrero.


De la importancia y ejemplaridad que le daban los rebeldes a su castigo es ejemplo que la orden de proceder contra ella vino del propio jefe sedicioso José López-Pinto Berizo. Además, se le incluyó en una instrucción junto a otros tres destacados militantes obreros de la ciudad: Julián Pinto Maestre, un mecánico, también militante comunista, que había acompañado al capitán de asalto Yánez Barnuevo en la requisa de armas de una armería; Manuel López Moreno, uno de los más importantes anarcosindicalistas de la ciudad y autor, junto a Yáñez y el gobernador Zapico, de la estrategia defensiva acordada en el Gobierno Civil, y Antonio Delgado Martínez, otro anarquista al que se le consideraba implicado en algunos de los más importantes hechos violentos ocurridos los años anteriores.


Tampoco fue menor la «calidad» de sus acusadores. Las declaraciones de «testigos presenciales», guardias de asalto y agentes de investigación y vigilancia, que se encontraban en el interior del edificio, fueron apuntaladas con las de los máximos jefes policiales que, también, estuvieron en el Gobierno Civil, «por orden del gobernador», como todos se apresuraban poner de manifiesto: Adolfo de la Calle Alonso, comisario jefe de la ciudad y futuro delegado de orden público golpista; Juan José González Fernández, jefe de la brigada político-social durante los años republicanos que siguió ejerciendo como tal, y Florentino Ingelmo Gómez, otro destacado policía gaditano.


Fue el guardia de asalto Manuel Rodríguez Martín-Bejarano quien proporcionó el testimonió más acusatorio contra aquella mujer de la que no sabía el nombre pero que conocía que era «hija del comunista Rendón, delgada, fea, con gafas» que apareció por la planta baja del Gobierno Civil, por el lado que daba a los jardines de Canalejas, empuñando una pistola y un puñal. Comenzó a disparar y vio cómo caía un soldado con fusil y casco. Al repeler las fuerzas la agresión, la joven se escondió en la habitación que servía de cuerpo de guardia a los de Asalto mientras que les arengaba para que dispararan. Ni los otros dos guardias que declararon ante el juez, ni los jefes policiales y otros tres subordinados suyos se atrevieron a tanto. Sólo dijeron que la habían visto armada por las dependencias gubernativas, que trasladó municiones y buscó armas.


Sin embargo, la declaración bastó para fijar la imagen de una mujer que representaba a la fiera que era preciso exterminar. Aunque mujer, era preciso difuminar sus límites. Una sociedad tan machista como la española de aquellos años necesitaba para su aceptación que le endulzaran el asesinato que se iba a cometer. Mujer, sí pero fea. Pero ante todo un peligro que anteponía a su condición femenina ser una peligrosa extremista como las que dibujaban los retratos más caricaturescos del anarquista: vestida con una gabardina de cuyos bolsillos sacaba las armas con las que iba a cometer sus fechorías. Ni la reina madre de Laurence Olivier en la película El príncipe y la corista lo habría descrito mejor. En el caso de Milagros falta la gabardina pero con los restantes elementos se componía el retrato de alguien que merecía sufrir el castigo que iba a recibir.


Parecidos fueron los informes de sus compañeros de sumario. Todos ellos habían disparado a las fuerzas y tenían antecedentes peligrosísimos. Incluso uno de ellos, Delgado Martínez, había logrado huir y se le buscaba afanosamente. No lo encontrarían hasta la victoria total. Entonces comparecería ante su justicia triunfante. Para entonces sus tres compañeros habían sido asesinados. Su suerte había quedado escrita desde que a comienzos de agosto de 1936 llegó a la ciudad un nuevo gobernador civil, Eduardo Valera Valverde, con órdenes severísimas. La represión comenzada las horas siguientes al triunfo iba a tomar nuevos bríos. Fracasado el golpe a escala nacional era preciso dejar claro que no habría marcha atrás y que la eliminación del enemigo iba a ser total.


Contamos con diversos testimonios de la propia Milagros Rendón sobre su situación. Primero el de las declaraciones ante sus captores. Otro es la carta que, desde la prisión de Cádiz, envió el 27 de julio a su hermana María Luisa. Quizás ignorante de que también había sido detenida la remitió a su domicilio de la calle Santa Lucía nº 18, en El Puerto de Santa María. Nunca llegó a su destino. Fue interceptada y entregada a Ángel Fernández Morejón, el sedicioso encargado de llevar la instrucción. En ella sigue archivada.


Tres veces fue interrogada. La primera en la causa abierta el mismo 18 de julio contra los paisanos detenidos en el Gobierno Civil. No conocemos su fecha aunque tuvo que ser posterior al 27 de julio. Se encuentra entre los testimonios de declaraciones de la causa 91/36 incorporados al nuevo procedimiento. En ella Milagros contó que, enterada de que su padre se había ido al Gobierno Civil ante los rumores de golpe de estado, se dirigió a él en compañía de otros muchos jóvenes. Allí lo buscó, con la ayuda de Julián Pinto, aunque no lo encontró. Oyó decir que había edificios ardiendo en la ciudad y subió a la azotea. Allí estaba cuando se produjo la tregua durante la que los aproximadamente doscientos civiles que estaban en el gobierno civil lo abandonaron. Después no pudo salir. Por supuesto negó haber empuñado una pistola y un puñal, transportado municiones y haber disparado. La segunda vez lo fue el 8 de agosto. Cuando se abrió la causa y comenzó sus actuaciones Fernández Morejón. No aportó nada nuevo. Se ratificó en la primera. Finalmente fue llamada de nuevo el día 11 de agosto para que reconociera la carta interceptada, lo que hizo, y para reafirmarse en que no efectuó ningún disparo.


Mucho más interesante es la carta. Informaba a su hermana de que la relojería-platería familiar había sido asaltada por dos veces: una primera por los «moros» y otra por los fascistas locales. Que le habían dicho que los anillos los llevaban los asaltantes en sus dedos por las calles de la ciudad y los relojes habían sido vendidos por 3 pesetas cada uno. Cádiz era una ruina, como Asturias en 1934, con casas incendiadas, robos, saqueos y encarcelamientos masivos. Llena de orgullo le contaba cómo su padre, al llegar a la cárcel, había arrojado un buche de agua al teniente que lo llevaba detenido por haberle insultado. Le recomendaba que se cambiara de casa y escondiera todo lo que tuviera de valor.


Ella le echaba ánimos a la situación. Aunque la tenían incomunicada había podido ver a su marido una vez y recibía casi a diario la visita de la madre de Felisa, una amiga o sirvienta de la casa, quien además tenía recogidos a su marido e hija. A ésta se la paseaban por la acera de enfrente a la cárcel para que la viera. Le habían dicho que podía tenerla con ella pero ella prefería que estuviera fuera por las malas condiciones higiénicas y la abundancia de todo tipo de parásitos que había. No sabía qué iba a ocurrir. Cuando los sacaban del Gobierno Civil pensó que los iban a fusilar allí mismo. Por lo que ocurriera le pedía que no le mandaran nada, que guardaran todos los recursos para mantener a su hija. Sólo que le enviaran novelas con las que distraerse. Ya sabía ella, su hermana Milagros, que pensaba demasiado y no eran momentos para eso, sino para todo lo contrario: para no pensar en nada.


La última diligencia sobre Milagros Rendón es del 22 de agosto. Antes constan las declaraciones de Pinto y López Moreno, las del instructor para declarar en rebeldía a Delgado Martínez y el auto resumen que el 13 de agosto envió a sus jefes en Sevilla. En esa tardía diligencia se incorporó el testimonio de un guardia civil llamado Manuel Rodríguez Marín, posiblemente el mismo guardia de asalto que había declarado haberla visto disparar, en el que insistía en ese hecho en una declaración efectuada para otro sumario diferente. Después, como en otros tantos casos, silencio hasta que la instrucción se reactivó a finales de julio de 1937.


El día 29 la Auditoría sevillana pidió a Cádiz que le informara sobre la situación de los procesados en la causa 130/36. La respuesta le llegó el 3 de agosto. Un oficio que las autoridades gubernativas sediciosas enviaron a las militares de Cádiz. En él se decía que en la Delegación de Orden Público no figuraba ningún antecedente sobre los encausados pero que «según noticias adquiridas» se decía que les fue aplicado el bando de guerra. No se trataba de un caso aislado. En muchas otras peticiones de información de procesados o detenidos se utilizó esa fórmula para confirmar que habían sido asesinados durante los meses anteriores. Aunque bien sabían tanto en la Delegación de Orden Público como los jefes sediciosos en Cádiz qué personas habían sido eliminadas. Hoy día podemos asegurar que, salvo en contadas ocasiones, no se asesinó a nadie sin el conocimiento y consentimiento de las autoridades militares golpistas. Desde luego no es ese el caso de Milagros Rendón, Julián Pinto y Manuel López.


Los tres estuvieron bajo custodia de las autoridades golpistas desde el momento de su detención hasta los de sus asesinatos. El primero fue Julián Pinto, que había sido encarcelado en el «Miraflores» y ordenado su traslado a la prisión de Cádiz el 8 de agosto. Allí le tomaron declaración tres días más tarde. Después se pierde su pista, ya que no figura en el registro de salida de la prisión. Al menos no aparece en el trabajo de Alicia Domínguez. Sin embargo fue pasado por las armas en los fosos de la Puerta de Tierra, lugar de ejecución habitual de los militares, según comunicó el gobernador militar. De Manuel López Moreno sí existe registro de salida de la prisión gaditana, el 30 de agosto. En esa fecha fue entregado a fuerzas de Orden Público para su supuesto traslado al penal de El Puerto de Santa María. Nunca llegaría. Al día siguiente su cadáver fue encontrado en las arenas de la playa de la Victoria.


Pero es que además Milagros Rendón fue asesinada de forma ejemplar y pública. A pesar de lo que escribiera el Gobernador Civil. Tan pública que su asesinato fue comunicado a la prensa a la que la censura dejó publicar la noticia. Era uno de los instrumentos con los que contaban para dejar claras sus intenciones e infundir el terror en una población que todavía no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Fue por ello por lo que las páginas de Diario de Cádiz, en su edición de tarde del 31 de agosto, pudieron incluir una nota que informaba de que esa tarde, sobre las 18 horas, habían sido pasados por las armas, por un pelotón de guardias de Asalto, en el segundo foso de los glacis de la Puerta de Tierra, Manuel Morales Domínguez, comandante retirado de Infantería, José de Barrasa Muñoz de Bustillo, capitán de complemento del Cuerpo Jurídico Militar, Manuel Cotorruelo Delgado, oficial de Telégrafos, y Milagros Rendón. Los otros tres también destacados políticos locales.


Los tres primeros confesaron y comulgaron. Milagros se negó. Murieron cogidos de la mano. «Que Dios los haya acogido en su seno» terminaba lacónicamente la nota. La negativa de Milagros a recibir los auxilios espirituales católicos debió rechinar mucho porque al día siguiente otra nota informaba de que, antes de morir, y a pesar de su negativa, convencida por un falangista portuense, confesó y besó un crucifijo. Alguien había pensado que la ejemplaridad debía acabar con el convencimiento del ajusticiado, no con su fracaso.




Bibliografía y fuentes:
Causa 46/36 (Archivo Tribunal Territorial Militar 2º (ATTMS), Legajo 1.181/30.302) contra Francisco Rendón San Francisco; Causa 130/36 (ATTMS, Legajo 183/3.225) contra María Luisa Rendón Martel y dos más.


Los libros de Pura Sánchez, Individuas de dudosa moral. La represión de las mujeres en Andalucía, 1936-1939, Barcelona, Crítica, 2009; Alicia Domínguez, El verano que trajo un largo invierno, Quorum, Cádiz, 2005, y Francisco Espinosa, La justicia de Queipo, Barcelona, Crítica, 2005.


El artículo Francisco Espinosa Maestre, Fernando Romero Romero, «Justicia militar y represión fascista en Cádiz», Historia 16, nº 297, 2001, pp. 74-91.

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