Los paraguas
tienen vida propia
Por Peter
Magnus
Y si no:
¿dónde dejamos siempre el paraguas?
En la
tienda, en la oficina, en el bar…
Los paraguas
aparecen y desaparecen según la situación pluviométrica del lugar.
No recuerdo
haber comprado jamás un paraguas, sin embargo, en el paragüero de la entrada de
casa, hay al menos, cinco, o quizá seis.
Están los
sobrios y de color negro como si fuesen a ser usados en un funeral, a juego con
la enlutada concurrencia. Luego, también, están esos pequeños, casi de bolsillo
y de colorines, a veces, tan desagradables y mediocres como un hule en una mesa
de comedor. Y esos que a simple vista parecen estar en la mejor etapa de sus
condiciones y cuando se abren están agujereados o, como a casi todos los
paraguas les sucede, tienen una varilla dirigida hacia el ojo del portador.
Y luego está
la aventura de ir sorteando a los transeúntes que portan, al igual que uno, el
dichoso inventito: el uno choca con el zutano, el mengano con el fulano, el
menganito con el de más pallá y si uno queda invicto de batalla similar es por
pura chamba. Y el resultado final no es otro que el haberte calado hasta los
huesos, a pesar de haber llevado abierto el insigne instrumento inventado para
cubrir de la lluvia a los indefensos paseantes.
Pero lo peor
viene cuando el paraguas cobra vida, cuando se desplaza de un lado para otro,
de una mano a otra, de una casa a otra con total libertad y yo diría que hasta
con un posible asomo de libre albedrío. ¿Intolerable?, no sé, o quizá ¿cómico?,
eso es: de una comicidad escalofriante, si lo cómico puede definirse de ese
modo; y si no, pues que sí, que la comicidad del objeto es cuando menos
curiosa. Qué irá buscando el condenado para ir pasando de un lugar a otro con
ese menoscabo al apego de sus portadores/as. Sabedores/as los últimos/as de que
en su viaje habrán de afrontar la pérdida de cientos de estos objetos
antilluvia, que no antidiluvianos, porque por entonces el paraguas todavía no
había tenido el privilegio de existir ni él ni su creador, que ahora que lo
menciono me pregunto que cómo se llamaría el susodicho: Enrique Par Aguas, o
Varilla Descoyuntada Oxidada, no quedará mi curiosidad insatisfecha porque me
dispongo a averiguar el nombre del lumbreras que hizo posible que, ante los
días lluviosos, ya no tuviésemos miedo a mojarnos, al menos directamente y como
es acostumbrado, desde arriba hacia abajo. Así que como todo lo que se inventa,
con el curso del uso y el desuso, y por supuesto, con el ritmo evolutivo de las
especies, que no especias, el paraguas ha ido mutándose hasta convertirse en un
objeto con capacidad de libre albedrío y movimientos propios.
Pero ¿por
qué estaré yo malgastando mi tiempo en escribir sobre ese condenado elemento?
Me llamó la atención hace unos días que en casa, en el paragüero apareciera un
paraguas tipo, o modelo, chino. ¿Cómo había llegado desde la China? No lo sé y
al parecer tampoco lo sabe mi mujer. Pero el que más me ha llamado la atención
después, tras la desaparición misteriosa del paraguas chino, ha sido uno de
medidas casi escandalosas, se diría que de tres o cuatro plazas. He preguntado
a todos los que residimos en la casa: un gato, dos perros, seis tazas, una
abuela, de la que tampoco sabemos nada, ni siquiera si es o no abuela nuestra o
simplemente venía con la casa, una cotorra del Orinoco, que tampoco sé yo si
hay en ese remoto lugar animales de ese tipo; a ciencia cierta, tampoco sé muy
bien dónde está ese Orinoco, que puede que le suceda como al paraguas que tiene
vida propia y elige a sus portadores así como la morada en la que quiere pasar
unos días de intensas lluvias.
Que por
cierto, las inundaciones no son responsabilidad de la naturaleza o fenómenos
atmosféricos como quieren vendernos; tanta objetividad en la prensa me
sorprende; a lo que iba, las inundaciones son, en parte,
responsabilidad de la acción del hombre sobre ciertos elementos: cauces de
ríos, arroyos, y otra variada gama de espacios que el hombre, en su afán de
expansionismo, no duda en ocupar a pesar de las consecuencias, de
las que luego habrá que culpar al cambio climático (porque en eso el hombre
también es curioso, nuca llueve como lo ha hecho otros años), no a que las
alcantarillas y las tuberías tengan suficiente capacidad, o que las calles y
carreteras no estén construidas con los niveles lógicos y necesarios para que
la dichosa agua (esa de la que nos protegemos con ahínco y, muchas veces, con
actitud obsesiva, con los dichosos inventos de varillas), corra feliz y por
inercia hacia el mar, que es al fin y al cabo a donde van a parar todas las
aguas de este mundo; y ahora que lo pienso: al decir todas las aguas, ¿también
las residuales? Pero este tema lo dejo para otro día. Ahora voy a ver dónde he
dejado el paraguas… ¿me lo habrá recortado Rajoy?
No hay comentarios:
Publicar un comentario