Nuestros demócratas y Chávez. ¿Por qué no se callan?
07 mar 2013
No quiero hablar de Hugo Chávez. Ya son muchos los artículos
publicados a raíz de su muerte y es previsible que aparezcan muchos más. Se
seguirá hablando durante años de su figura histórica y de su significado en la
política latinoamericana. Así son las cosas.
Prefiero escribir sobre la sensación de vergüenza ajena que
me han despertado algunos comentarios paternalistas sobre Chávez, Venezuela y
el futuro inmediato. En nombre de la Democracia, políticos españoles
importantes han deseado una transición pacífica para la sociedad venezolana después
de la muerte de su líder carismático. ¿En nombre de la Democracia? ¿Pero en qué
país se creen que viven estos paladines de la cultura occidental que critican a
Chávez de forma abierta o le perdonan la vida de manera piadosa ahora que está
muerto?
Si hablamos del presente, no entiendo que un país marcado
por la corrupción y gobernado por un partido bajo sospecha pueda dar lecciones
a nadie. Es muy grave lo que estamos viviendo nosotros. Con la estrategia del
silencio, con ruedas de prensa sin preguntas, con mentiras capaces de enrojecer
a un sargento de caballería, siguen al frente de la política española personas
sospechosas de haber participado en tramas de corrupción y de haber recibido
sobres con dinero negro.
También puede abordarse el asunto desde la perspectiva
económica. Durante el mandato de Chávez se ha reducido la pobreza en Venezuela
por encima del 20 %, según los datos más objetivos. Uno piensa que para eso
debe servir la política en una democracia, para equilibrar la vida de la gente
y hacer que los pobres sean menos pobres. España, como parte de Europa, vive
una situación caracterizada por el asalto de los poderes financieros a la
soberanía popular. Las instituciones políticas quedan inutilizadas y se someten
a los ámbitos de decisión de intereses opacos que tienen que ver con las
exigencias de los bancos y los especuladores. La acumulación elitista de la
riqueza vuelve a ser la norma de conducta. Y dentro de este asalto especulador
que sufre la democracia europea, España supone un caso extremo. La debilidad
cívica que tejió la Transición y la permanencia de las élites económicas y
sociales del franquismo han facilitado que en poco tiempo se liquiden muchas de
las humildes conquistas conseguidas por la lucha obrera en sus batallas contra
la dictadura. La población española se empobrece, baja el nivel de vida y suben
los índices de miseria y de desnutrición infantil. ¿A quién le van a dar
lecciones de democracia nuestros padres de la patria? La privatización de la
sanidad, la justicia y la educación públicas no suponen una buena tarjeta de
visita para dar consejos democráticos a nadie.
¿Y si hablamos de populismo? Es que puede opinar sobre el
tema, y en nombre de la seriedad de la razón, un país gobernado por un
presidente como el nuestro. Sin ningún tipo de pudor, ha llegado a declarar que
el cumplimiento de su deber ha consistido en no cumplir sus promesas
electorales. ¿Qué es entonces una campaña electoral? ¿Una convocatoria de
arengas populistas, mentiras, argumentos demagógicos, promesas falsas y
movilización de rencores? El horizonte de la política española se parece cada
vez más a una tertulia de telebasura. Basta para comprobarlo con seguir las
acusaciones y las amenazas del ministro de Economía. Como una verdulera del
corazón, calla las bocas de sus críticos sugiriendo que los actores, los
políticos, los medios del comunicación y los partidos se acuestan con el fraude
fiscal. Y él –que todo lo sabe- no hace nada por perseguir a los defraudadores
y acabar con el adulterio.
Si hablamos de memoria histórica, no hace falta tampoco
entrar en muchos detalles. Mientras algunos países latinoamericanos, cumpliendo
con el derecho internacional, suspendieron las leyes de punto final para
investigar los crímenes y reparar a las víctimas de sus dictaduras, en España
se ha expulsado de la carrera judicial al magistrado que quiso amparar a los familiares
de los desaparecidos. Fue el mismo juez que cometió la imprudencia de querer
investigar a fondo la corrupción. El rey de España, que en un arrebato
borbónico mandó callar a Hugo Chávez, es un jefe de Estado que se formó en los
brazos de Francisco Franco, que fue nombrado heredero por un dictador y que ha
representado durante casi cuarenta años a su país sin pasar por las urnas. ¿Se
imaginan a un lugarteniente de Hitler presidiendo en la actualidad al Estado
alemán y mandando callar a un presidente elegido por sus ciudadanos?
El verdadero problema de los demócratas tiene hoy mucho más
que ver con la situación institucional española y europea que con el populismo
latinoamericano. Por eso da vergüenza ajena escuchar algunos comentarios. ¿Por
qué no se callan?
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