Memorias de un superviviente
Memorias de un
superviviente del Penal de Valdenoceda
Por Ernesto Sempere
(21 noviembre 1920 – 13 enero 2005)
Afortunadamente, todavía vivo, por lo que puedo contar lo que sucedió hace
más de 60 años en el antiguo Penal de Valdenoceda (Burgos). Estoy convencido de
que debo trasladar mis vivencias a la memoria histórica, pérfidamente oculta y
ocultada al pueblo español. Y quiero aclarar que estas memorias son esenciales,
no porque sean mías, sino porque constituyen la voz de miles de republicanos
que combatieron al fascismo, padecieron en Valdenoceda y desgraciadamente no
pueden contarlo. La mayoría de ellos, desaparecidos en razón de su edad – no
olvidemos los 65 años transcurridos – y 151 más muertos de avitaminosis, tisis
y hambre en el infame penal, asesinados, con premeditación y alevosía, por los
vencedores.
Y ahora, me presento: Soy Ernesto Sempere Villarrubia. Sobrepaso los
83 años de edad y nací en Peñarroya-Pueblonuevo (Córdoba) en 1920, cuando esta
cuenca andaluza del carbón constituía centro de prosperidad y pujanza. Tengo
una esposa adorable que me ha dado ocho hijos varones, todos ya casados, que
nos honran con quince nietos, con su constante amor filial y con sus éxitos
profesionales. Y, naturalmente, ocho hijas, remansos entrañables.
Ahora, cuando la puerta de mi final está entreabierta, vuelvo mi mirada
atrás y me encuentro con una vida, mi propia vida, plena de contenido y de
sustancia. Sin dudarlo, volvería a vivirla. Mi recuerdo más lejano, el que
quizás me abrió el camino hacia un pensamiento republicano y
liberal-conservador, ocurrió el 14 de abril de 1931, en Ciudad Real, con motivo
de la proclamación de la II República. Este emotivo momento, lo he recogido en
pincelada poética:
“Mi padre y sus recuerdos ocupan mi alma entera
Eficiente ingeniero. Un gran republicano.
Tenía yo 10 años cuando cogió mi mano
y me llevó a besar la tricolor bandera.
Las masas en las calles, de entusiasmo encendidas.
La enseña, rojo y oro. Y el color comunero,
violáceo castellano, defensor de los fueros.
La soñada República. España enardecida.
¡Clamores, alabanzas, abrazos, ovaciones!
¡Se marchó Alfonso trece!¡Se fue de nuestra tierra!
¿Quién podría pensar, entre alegres canciones,
que cinco años más tarde sufriríamos guerra?.
Era en mil novecientos treinta y uno. Y Abril.
¿Quién podría prever una guerra civil?”
El segundo apunte político de mi vida fue el de ostentar el cargo de
Secretario de Propaganda de la F.U.E. (Federación Universitaria de Estudiantes)
en el Instituto de 1ª Enseñanza de Ciudad Real. Fue en el año 1936 y yo tenía
15 años.
Mi padre, político activo, era demócrata y liberal-conservador. Como
liberal amaba la libertad del hombre en sus derechos fundamentales (de
pensamiento, de religión, de reunión, de asociación) y como conservador, la
necesidad de preservar valores tan importantes como la familia, la libertad de
culto, la Constitución y la soberanía e independencia de España.
Era católico practicante y presidía en Ciudad Real y su provincia el
Partido Radical Socialista –de Martínez Barrios y Gordón Ordás- transformado
más tarde en el Partido de Unión Republicana. Lo que ocurrió poco antes de
empezar la guerra.
En 1937 comandó el 36 Batallón de Obras y Fortificaciones del
Ejercito Republicano, tras conseguir su excedencia como ingeniero en la
Diputación manchega. Luchó en varios frentes de Córdoba, Badajoz y en la
defensa de las minas de Almadén y terminó, como Coronel de Ingenieros,
comandando las fuerzas de fortificaciones, zapadores, minadores, pontoneros y
pistas de guerra en la poderosa Agrupación Toral, de cuatro divisiones
blindadas.
Fue hecho prisionero al finalizar la Guerra Civil, “juzgado”,
condenado a muerte y fusilado en Ciudad Real en la madrugada del 17 de julio de
1940. Sus últimos actos fueron los de escribir extensa carta despidiéndose de
toda la familia y los de confesar y comulgar perdonando a los que le mataban.
Antes afirmaba mi creencia de que “la puerta de mi final está ya
entreabierta”. Lo que no podía sospechar en mis jóvenes años era que
iban a abrirse ante mí “las puertas del infierno”. Los de una guerra fratricida
(“Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha
de helarte el corazón”, que decía el gran Machado) que trajo la dispersión
de mi familia, el asesinato de mi padre, mis hermanos menores más desvalidos en
su orfandad y mi paso por 11 cárceles y por el 94 Batallón de Trabajadores
(prisioneros).
Mi primera experiencia del trato que íbamos a recibir de los
vencedores sucedió en los meses en los que estuve, hasta que escapé, en el
campo de concentración de La Granjuela (Córdoba), en los meses de abril y mayo
de 1939, donde mis compañeros morían tuberculosos y hambrientos, inermes y
desesperados.
A finales del verano de 1939, tras mi fuga del campo de concentración
en junio de ese año, y tras diversos ‘mensajes’ en los que, a través de
distintos allegados, se me amenazaba con venganza sobre mi familia si no me
entregaba, me personé en el cuartel de la Guardia Civil. Tenía por aquel
entonces 18 años.
El 1 de octubre de 1939 ingresé en la prisión número 2 de Ciudad
Real, una antigua granja fitopatológica. Allí compartí celda, entre otros, con
mi padre, que sufría entonces fuerte dolores de estómago, producto de una
úlcera. Fueron meses intensos. La inmediatez de los juicios sumarísimos contra
nosotros y el hecho de que mi padre había sido un significado político hizo que
las autoridades decidieran nuestra separación el traslado de mi padre a la
prisión número 1, en donde esperó su ‘juicio’ y su injusto final en la
madrugada del 17 de julio de 1940, cuando fue fusilado junto a las tapias del
cementerio.
Por mi parte, en Febrero de 1940 fui juzgado por tribunal militar de
urgencia y, tras una parodia impresentable, condenado a veinte años y un día
por “adhesión a la rebelión” (¿puede existir mayor cinismo por parte de los
auténticos rebeldes?), reingresando en la prisión provincial número 2,
habilitada a este fin por tener atestada de presos la número 1.
Pocas semanas después, en Septiembre de 1940, con 50 hombres más, fui
trasladado a la prisión de Valdenoceda (en el norte de Burgos), un penal que
nunca habíamos oído nombrar y que ya nunca olvidaríamos.
Conducidos en un par de vagones de ganado, precintados a la salida,
con sólo la escasa comida facilitada por nuestros familiares, soportando
frecuentes paradas en vías muertas, sed, hambre, mareos, vómitos y
defecaciones. Todavía recuerdo las paradas del tren, durante horas, y el
estacionamiento de los vagones a pleno sol, con un calor sofocante, sin comida
ni bebida, en medio de un hedor insoportable, intentando ayudar los unos a los
otros como mejor podíamos.
Llegamos finalmente a Burgos donde nos esperaban dos camiones entoldados
que nos situaron en el Penal, tras 500 kilómetros de viaje. Y aquí empezó
nuestro calvario. Forzosos madrugones diarios a toque de corneta, un cazo de
achicoria levemente azucarada y después el lento pasar de los días en el gran
patio, con tamaño de campo de fútbol, soportando lluvia, frío, nieve, mientras
el hambre pura y dura nos corroía el corazón. Los húmedos pies embutidos en
almadreñas y sentados en los cajoncitos comprados al llegar, donde guardábamos
plato, cuchara y poco más, veíamos pasar largas horas a la intemperie,
contándonos nuestras historias de guerra y de tribunales y expresando
esperanzas de que la contienda mundial terminara con la victoria de los aliados
y la defenestración del odiado dictador.
Las colas y las formaciones eran constantes. Colas para recibir la
mísera pitanza, colas para el caso improbable de que hubiera “reenganche”
(algún cazo más de comida), otras ante el anunciado correo familiar e incluso
por aviso de “reparto de unas cebollas”. Y formaciones –por lo menos dos
diarias- con el consabido “Cara al Sol” y gritos tibiamente contestados de “¡Franco,
Franco, Franco, Arriba España!”, formaciones de las que a menudo salía
algún arrestado, acusado de tremendos “delitos” (fumar, sentarse o no cantar)
que siempre terminaba dando con sus huesos en las temibles celdas de castigo.
A los tormentos del hambre, el frío, las enfermedades engendradas por la
desnutrición y el conocimiento de los fallecimientos que diariamente se
producían, a más de un incierto porvenir, se unían las interminables noches sin
dormir, asaeteados por miles de chinches que bajaban de las viejas paredes de
la vetusta y antigua fábrica de sedas o se descolgaban desde los techos.
Además, las legiones de ratas, algunas enormes, que circulaban con nocturnidad
y descaro entre los camastros de los penados, mientras algunos las mataban a
zapatazos y que eran transmisoras de enfermedades allí incurables.
A principios de 1941 quedó vacante el puesto de director de la banda
de música del penal. Con la osadía de mis veinte años, mis sólidos
conocimientos de solfeo y algunos de composición y armonía, además de tocar mi
inseparable violín y los ánimos de un grupo de buenos amigos, me presenté para
cubrir el puesto y fui aceptado. Durante unos tres meses dirigí la banda (entre
20 y 25 hombres) que se distinguió con éxitos en festivales internos y en
conciertos tras las misas de los domingos (en la fotografía, fila de en medio,
el 5º por la izquierda). Después, sintiéndome morir de inanición y agotamiento,
solicité y me fue concedido, traspasar mi cargo a otro compañero –Berzosa,
pianista profesional- pasando yo a cocinas, fregando peroles pero comiendo
mejor. Seguí en la banda, tocando la caja y me repuse. Así, aunque de forma
poco romántica, salvé mi vida.
Orquesta de la Prisión. Unas de las pocas posibilidades de ocio de los
presos
Algunas de las vicisitudes que muy rápidamente he señalado antes puedo
detallarlas aún mejor:
Recuerdo aún mi primera compra en la cárcel de Valdenoceda. Se trató
de unas almadreñas. Los compañeros más veteranos nos recomendaron enseguida que
nos hiciéramos con unas, porque de otra manera era imposible poder andar en el
patio de la cárcel durante el invierno, ya que la nieve era más que abundante.
Ir sin ellas suponía terminar con los pies calados y, con el paso de las horas
y el tremendo frío, a punto de congelación. Era, pues, nuestra primera compra.
Junto con las almadreñas, todos compramos un cajoncito, que nos servía para
guardar la cuchara y el plato y, de paso, nos hacía las veces de asiento, ya
que en invierno, en aquel gran patio, era imposible sentarse en otro lugar.
El invierno era, con diferencia, la peor época del Penal. Las nevadas
eran tan grandes, que muchas veces el patio quedaba impracticable. En esa
época, los guardias del Penal ni se molestaban en ofrecernos agua. Teníamos
toneladas de nieve para nosotros. Coger nieve para beber se convirtió en una
costumbre para todos nosotros, costumbre que hoy, más de 60 años después, no he
conseguido abandonar. Para beber, necesito el agua helada, incluso en invierno
y nunca, ni siquiera resfriado, he prescindido del hielo en mi vaso.
La vida en la cárcel era tremendamente dura. De comer nos ponían un caldo
infame, manchado, con una sola alubia que, además, siempre tenía un gorgojo en
su interior. También nos daban, y ésa era toda la comida, una sardinita de lata
y un minúsculo trozo de chocolate. Eso era todo. Recuerdo, como todos, el
hambre que pasamos, hasta el punto de que mis mejores sueños estaban
protagonizados por algo tan simple como una barra de pan. Soñaba con pan.
¿Cuánta hambre puede tener una persona para que sus mejores sueños sean un
simple trozo de pan?
En una ocasión, recuerdo a un compañero que, durante el reparto del
mal llamado ‘rancho’, reclamaba la ración para su compañero, que en ese
momento, según él, estaba dormido. En realidad, su compañero estaba sentado
junto a él, pero había muerto hacía horas, posiblemente de hambre. Sin saberlo,
ya fallecido, quizá estaba salvando la vida del compañero.
Otro de los recuerdos que antes he mencionado rápidamente es el de
las chinches. Durante el día, las chinches permanecían en el techo de la nave
en la que dormíamos. Las veíamos apiñadas, formando manchas negras. Sin
embargo, cuando anochecía, la mancha iba desapareciendo. Las chinches
comenzaban a bajar por las columnas de madera y durante toda la noche nos
asaeteaban a picotazos. Era imposible conciliar el sueño.
Así, el cansancio y el hambre nos iban agotando, terminaban con
nuestras fuerzas e, inevitablemente, caíamos enfermos. Le llamaban ‘colitis
epidémica’. Evidentemente, no había una epidemia de colitis, no nos
transmitíamos una enfermedad de unos a otros. El único culpable de esa
‘epidemia’ era el sistema, que nos condenaba a malvivir, a malcomer y a malmorir.
Parte de ese sistema, impuesto a la fuerza, era el régimen de las
celdas de castigo, situadas bajo el edificio. El canal del río Ebro pasaba
junto al edificio y, cuando el río crecía, el agua entraba en la parte baja del
penal e inundaba las celdas de castigo. Los presos que cumplían algún castigo
en esas celdas debían convivir, durante días, con el agua hasta el cuello, sin
comer y sin dormir.
Uno de los episodios más duros que viví en el Penal ocurrió durante
la llamada ‘comunión general’ del domingo de Resurrección de marzo de 1941
(tras la festividad de Semana Santa). Semanas antes, los jesuitas de Oña habían
preguntado y obtenido los nombres de trece de los presos que podrían tener
influencia sobre los demás en labores de captación. Y, entre los elegidos
(médicos, ingenieros, un catedrático de instituto, etc.), me incluyeron a mí
por no sé que ignorados méritos.
En virtud de ello, tuve que soportar el asalto de varios jesuitas,
empeñados en que “deberías dar ejemplo como católico; sabemos que lo
eres”. Les confirmé mis creencias religiosas pero insistí en que hacía
ocho meses que mi padre, republicano, idealista e inocente de delitos de
sangre, había sido fusilado. Y yo los asociaba instintivamente con los
asesinos. Ante sus protestas, yo porfiaba en mi razonamiento:
- “Ustedes
no serán culpables, pero sus amigos sí.”
Nada pudieron conseguir. No sólo no comulgué, sino que, en plena misa
solemne y en la consagración, permanecí de pie con un numeroso grupo, mientras
el resto de penados y autoridades se arrodillaban.
Exteriorizábamos así nuestra protesta por tantos atropellos, por
tanto dolor, por tantos muertos en el penal, por tanta ignominia.
Aquel acto se tomó como sedición. Durante semanas, estuvimos
sometidos al acoso de los responsables del Penal y el ambiente era muy tenso.
Una noche, seis meses después, llamaron a formar al grupo llamado ‘Los 13 de la
Fama’. Eran, éramos, los siguientes:
Ávila Menoyo, Pablo
Blanco Moreno Humberto
Castillo García-Negrete, Manuel
De la Cruz Touchard, Santiago
Díaz Serrano, Luis
Galarreta Maestre, Angel
Garrigos Sevilla, Pedro
Gaya Nuño, Juan Antonio
Genose Coronas, Juan José
Goicuría Ibarra, José
Moraleda Gutiérrez, Antonio
Pons Quibus, Manuel
Sempere Villarrubia, Ernesto
Blanco Moreno Humberto
Castillo García-Negrete, Manuel
De la Cruz Touchard, Santiago
Díaz Serrano, Luis
Galarreta Maestre, Angel
Garrigos Sevilla, Pedro
Gaya Nuño, Juan Antonio
Genose Coronas, Juan José
Goicuría Ibarra, José
Moraleda Gutiérrez, Antonio
Pons Quibus, Manuel
Sempere Villarrubia, Ernesto
La Guardia Civil se presentó en el penal. Nos ataron a todos los
compañeros, unos a otros, con alambres. Nos metieron en un camión. Y el camión
arrancó.
En ese momento,
estábamos seguros de que íbamos a ser fusilados. No éramos los primeros en ser
llamados de noche y subidos a un camión. De los otros, nunca más supimos. Es
más que posible que alguno terminara fusilado en alguna cuneta o arrojado a
alguna cueva, muy abundantes por allí, o al mismo río Ebro. (Nota:
Fuentes que consultaron el Archivo de Justicia en Burgos capital pudieron
acceder a las órdenes de traslado de 32 presos: 13 a la Prisión de Las Palmas
de Gran Canaria; 12 a la de Belchite, 5 al Campamento de Brunete; 1 a Alcalá de
Henares; y 1, Gabriel Martínez –ultimo preso superviviente conocido— a la
Prisión de Talavera de la Reina. No existe constancia de que todos llegaran a
su destino).
Por carretera, y acompañados de Guardias Civiles armados hasta los
dientes, nos trasladaron hasta Villarcayo. Nos obligaron a entrar en un
calabozo. Casi sin saber cómo, el Socorro Rojo nos hizo llegar algo de dinero,
con el que pudimos sobornar a un vecino, al que compramos una buena ración de
alcohol. Esa noche, seguros como estábamos que íbamos a ser fusilados al
amanecer, los trece nos emborrachamos. En medio de enormes risas y cánticos,
comenzamos a gritar vivas a la República, seguros ya de que nuestra suerte
estaba echada. Nos daba todo igual.
Al amanecer, el viaje continuó. Sin ninguna explicación, poco a poco,
fuimos viajando, en camión, en tren, en autobús e incluso andando, hacia el
sur, hasta llegar al puerto de Algeciras. Allí embarcamos y por fin pudimos
conocer nuestro destino: la Prisión de castigo de Las Palmas de Gran Canaria.
Pero lo que son las cosas del destino. Tras un año de sufrimientos en
la pavorosa prisión de Valdenoceda, el penal de castigo de Las Palmas de Gran
Canaria -donde se nos enviaba con la intención asesina, supusimos, de ser
eliminados- terminó siendo una bendición para nosotros. Alimento abundante,
bien sazonado, comidas y cenas en auténtico comedor, excelente trato educado y
sin odios, salidas cada seis meses a centro médico en la ciudad, con chequeos
en cuidados de nuestra salud, economato donde obtener por poco dinero buenos
alimentos, separación de presos políticos de los comunes, cursos de idiomas y
música funcional. Además del suave clima canario.
Uno de mis compañeros, Juan Antonio Gaya Nuño, catedrático de Historia
Universal, llegó a la siguiente conclusión:
- “Estamos
aquí por no querer comulgar. Y nos encontramos con que esto es un cielo. ¡Qué
verdad es que Dios escribe recto con renglones torcidos!”.
(*) Ernesto Sempere Villarrubia nació en 1920, en el seno de
una familia republicana, progresista e intelectual, comprometida con la
izquierda moderada y el Frente Popular. En otoño de 1937 escapa de casa y con
16 años se enrola en la 88 Brigada Mixta, de inspiración anarquista,
participando en combates de primera línea del frente en Cerro Sordo y La
Chimorra (Pozoblanco, Córdoba). Tras resultar herido y ser reclamado por su
familia, regresa a retaguardia para ingresar en el 36º Batallón de Obras y
Fortificación, a cuyo frente se encuentra su padre, Ernesto Sempere Beneyto. En
este batallón de ingenieros (que se convierte en unidad de combate desde otoño
del 38) permanece hasta el derrumbe de los frentes extremeño y andaluz en marzo
de 1939. Capturado y preso en el campo de concentración de La Granjuela, cerca
de Valsequillo (Córdoba), escapa del mismo en junio, para ser preso nuevamente
en octubre de 1939. Tras ser sometido a un Procedimiento Sumarísimo de Urgencia
(nº 7054), es condenado a veinte años de reclusión el 22 de febrero de 1940,
siendo trasladado a la prisión de Valdenoceda en septiembre del mismo año.
Fruto de su rebeldía –negarse a comulgar en la semana santa de 1940– se
encuentra con una nueva orden de traslado a la prisión de Las Palmas de Gran
Canaria., que se ejecuta en octubre de ese año. Permanece en las islas hasta el
21 de noviembre de 1943, en el que sale en libertad condicional con la pena
accesoria de destierro. Al acudir a la península, se le notifica su carácter de
supuesto prófugo y es enrolado a la fuerza en un batallón de castigo para
“prestar” el servicio militar. Se le traslada al 94 Batallón Disciplinario de
Soldados Trabajadores (radicado en el Campo de Gibraltar), en el que permanece
preso hasta mediados de 1947. En diciembre de 1948 se le comunica la concesión
del indulto de la pena de reclusión, permaneciendo desterrado de su ciudad de
residencia y con obligación de presentación periódica a las autoridades hasta
mediados de la década de los 50. Durante los siguientes cincuenta años, Ernesto
Sempere aprendió a sobrevivir, se negó a olvidar y se obligó a perdonar.
Fundamentó su nueva vida en el amor a su mujer –Otilia— a sus ocho hijos, a sus
ocho nueras, a sus quince nietos y a la creación artística. Murió el 13 de
enero de 2005, rodeado de todos los suyos. Sus poesías y sus canciones nos
siguen reconfortando.
Este relato es fruto de su excelente memoria. Escrito en
el verano de 2004, meses antes de su fallecimiento, sus hijos desean que sirva
de homenaje a su memoria. Pero también desean que este testimonio sirva para
que no se olvide que el odio y la intolerancia provocaron la mayor matanza que
haya vivido nunca nuestro país. Ese odio y esa intolerancia, que puede ser
habitual en tiempo de guerra, se desbordó al finalizar ésta. Los vencedores se
ensañaron sobre los vencidos y muchos de éstos murieron, lejos de sus familias,
lejos de su tierra, solos, hambrientos y acompañados únicamente por la
solidaridad de los que, como ellos, sufrían la represión. Otros, como Ernesto
Sempere, tuvieron la suerte de sobrevivir. Que el espíritu de todos, sus ganas
de vivir, su comprensión, su tolerancia y su testimonio nos acompañen siempre
para que todo lo que sucedió nunca vuelva a repetirse.”.
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