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6 ene 2014

Un país que deja morir en silencio las voces más hermosas
Posted on 7 de enero de 2012
Jesús Pueyo vivía en Hendaya, en esa especie de cuneta de la historia española que es la inmediata frontera francesa, donde recalaron miles de perseguidos por el horror franquista. Desde allí luchaba por la memoria, por la justicia, por conocer el paradero de los siete familiares directos que le asesinaron los salvadores de España, por difundir la dimensión que tuvo la represión en su pueblo, Uncastillo.

Foto: Aitor Fernández www.datecuenta.org
Con catorce años vio alejarse a su padre subido a un camión conducido por esa España que llevaba siglos sublevada, huyendo de la razón, dando muerte a la inteligencia. Esa imagen estaba impresa en la memoria de Jesús, forjada, incrustada por quienes quisieron señorear su violencia, por quienes dejaron vivos a algunos testigos para que propagaran el miedo que generaban sus hazañas.
Hace unos años Jesús escribió una carta al apartado de correos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. En ella introdujo un relato de su biografía y copias de las numerosas cartas que durante años había escrito a responsables institucionales, presidentes, ministros y otras personalidades relevantes exponiéndoles su caso y pidiendo ayuda. Nos llamó la atención su meticuloso envío porque nos adjuntaba fotocopias de todos los recibos con los que había certificado los envíos para explicarnos que lo había hecho queriendo que hubiera testigos.
Desde ese primer momento Jesús se convirtió en un paradigma del abandono que han sufrido las víctimas de la dictadura franquista durante todos estos años. ¿dónde estaban entonces casi todos los abogados, políticos e intelectuales progresistas? Un país con decenas de miles de Jesuses Pueyos vivía ajeno a ellos, con su memoria “aguafiestas”.Cuando Jesús llamaba a la puerta de la conciencia de este país nadie la abría porque tras ella había una fiesta de canapés y premios del Ministerio de Cultura, de hedonismo acrítico y ombliguismo de la alegría patria. Los privilegiados hijos universitarios del régimen habían ocupado espacios en la izquierda ofrecidos al dios olvido, convirtiendo su voluntario silencio sobre la biografía familiar en el silencio de todo un país.
Según estudios internacionales España es el segundo estado del mundo en producción de ruido. Ruido en los bares, ruido en las tertulias, ruido en las familias; ruido institucionalizado en nuestra cultura como una forma de no pensar. Ese ruido es perfecto para el camuflaje, para el todo vale, para la coartada que miles de franquistas necesitaron en su tránsito a la democracia, borrando su pasado fascista con la ayuda incluida del hijo o la hija rebelde, que se cortaba el pelo de forma rara, visitaba los garitos de moda, formaba una banda y disfrazaba a la familia de una modernidad desvinculante del régimen.
Mientras esa fiesta de coches, posmodernos, intelectuales progresistas dulcemente encantados con su burguesía y grandes eventos mundiales crecía y crecía, las cartas de Jesús Pueyo, recorrían las tripas de nuestra sociedad, golpeando en silencio las cimientos de un país en el que para cientos de miles de personas no había libertad porque ni unos se guardaron su ira ni otros pudieron guardar su miedo.
Jesús ha muerto, como han muerto miles de hombres y mujeres, sin que el Estado haya reconocido su existencia, sin que la sociedad haya reparado el daño que se les hizo y eso tiene que ver con la gran extensión social de la dictadura, los miles de colaboradores y como sus hijos han gestionado esta democracia que indigna a quienes se dan cuenta de que es estrecha y a la medida de los privilegiados del régimen que lo siguen siendo hoy.
La biografía de Jesús Pueyo (que puedes descargar pinchando aquí) está repleta de una materia de la que las democracias actuales están inmensamente necesitadas: HONESTIDAD. Si uno mira la fotografía de Aitor Fernández que está ahí arriba puede apreciar la claridad y encontrar el rostro de ese niño de Uncastillo al que le arrebataron tantas cosas. Este hombre no se dejó vencer por el silencio, no renunció a denunciar, a buscar, a querer saber y dar a conocer. Lo hizo a pesar de vivir y haber muerto a tres kilómetros de un país cuyo Estado no cumplió el deber de haberle dado respuestas, de haberle dado justicia, de haber reparado.
Miles de hombres y mujeres han muerto en silencio en las cunetas de nuestra historia. Su tragedia y su lucha son vitaminas para la democracia y quienes la valoran y la defienden tienen el deber de exhumarlos del olvido y traerlos a un país que no deje morir en silencio las voces más hermosas.


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