Un país que deja morir en silencio las voces más
hermosas
Posted on 7 de enero de 2012
Jesús Pueyo vivía en Hendaya, en esa
especie de cuneta de la historia española que es la inmediata frontera
francesa, donde recalaron miles de perseguidos por el horror franquista. Desde
allí luchaba por la memoria, por la justicia, por conocer el paradero de los
siete familiares directos que le asesinaron los salvadores de España, por
difundir la dimensión que tuvo la represión en su pueblo, Uncastillo.
Foto: Aitor Fernández www.datecuenta.org
Con catorce años vio alejarse a su padre
subido a un camión conducido por esa España que llevaba siglos sublevada,
huyendo de la razón, dando muerte a la inteligencia. Esa imagen estaba impresa
en la memoria de Jesús, forjada, incrustada por quienes quisieron señorear su
violencia, por quienes dejaron vivos a algunos testigos para que propagaran el
miedo que generaban sus hazañas.
Hace unos años Jesús escribió una carta
al apartado de correos de la Asociación para la Recuperación de la Memoria
Histórica. En ella introdujo un relato de su biografía y copias de las
numerosas cartas que durante años había escrito a responsables institucionales,
presidentes, ministros y otras personalidades relevantes exponiéndoles su caso
y pidiendo ayuda. Nos llamó la atención su meticuloso envío porque nos
adjuntaba fotocopias de todos los recibos con los que había certificado los
envíos para explicarnos que lo había hecho queriendo que hubiera testigos.
Desde ese
primer momento Jesús se convirtió en un paradigma del abandono que han sufrido
las víctimas de la dictadura franquista durante todos estos años. ¿dónde
estaban entonces casi todos los abogados, políticos e intelectuales
progresistas? Un país con decenas de miles de Jesuses Pueyos vivía
ajeno a ellos, con su memoria “aguafiestas”.Cuando Jesús llamaba a la puerta de
la conciencia de este país nadie la abría porque tras ella había una fiesta de
canapés y premios del Ministerio de Cultura, de hedonismo acrítico y
ombliguismo de la alegría patria. Los privilegiados hijos universitarios del
régimen habían ocupado espacios en la izquierda ofrecidos al dios olvido,
convirtiendo su voluntario silencio sobre la biografía familiar en el silencio
de todo un país.
Según estudios internacionales España es
el segundo estado del mundo en producción de ruido. Ruido en los bares, ruido
en las tertulias, ruido en las familias; ruido institucionalizado en nuestra
cultura como una forma de no pensar. Ese ruido es perfecto para el camuflaje,
para el todo vale, para la coartada que miles de franquistas necesitaron en su
tránsito a la democracia, borrando su pasado fascista con la ayuda incluida del
hijo o la hija rebelde, que se cortaba el pelo de forma rara, visitaba los
garitos de moda, formaba una banda y disfrazaba a la familia de una modernidad
desvinculante del régimen.
Mientras esa fiesta de coches,
posmodernos, intelectuales progresistas dulcemente encantados con su burguesía
y grandes eventos mundiales crecía y crecía, las cartas de Jesús Pueyo,
recorrían las tripas de nuestra sociedad, golpeando en silencio las cimientos
de un país en el que para cientos de miles de personas no había libertad porque
ni unos se guardaron su ira ni otros pudieron guardar su miedo.
Jesús ha muerto, como han muerto miles
de hombres y mujeres, sin que el Estado haya reconocido su existencia, sin que
la sociedad haya reparado el daño que se les hizo y eso tiene que ver con la
gran extensión social de la dictadura, los miles de colaboradores y como sus
hijos han gestionado esta democracia que indigna a quienes se dan cuenta de que
es estrecha y a la medida de los privilegiados del régimen que lo siguen siendo
hoy.
La
biografía de Jesús Pueyo (que puedes descargar
pinchando aquí) está repleta de una materia de la que las
democracias actuales están inmensamente necesitadas: HONESTIDAD. Si uno mira la fotografía de
Aitor Fernández que está ahí arriba puede apreciar la claridad
y encontrar el rostro de ese niño de Uncastillo al que le arrebataron tantas
cosas. Este hombre no se dejó vencer por el silencio, no renunció a denunciar,
a buscar, a querer saber y dar a conocer. Lo hizo a pesar de vivir y haber
muerto a tres kilómetros de un país cuyo Estado no cumplió el deber de haberle
dado respuestas, de haberle dado justicia, de haber reparado.
Miles de hombres y mujeres han muerto en
silencio en las cunetas de nuestra historia. Su tragedia y su lucha son
vitaminas para la democracia y quienes la valoran y la defienden tienen el
deber de exhumarlos del olvido y traerlos a un país que no deje morir en
silencio las voces más hermosas.
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